Dejé de pedir cosas y favores a los dioses y me centré en solicitar sólo permisos. Permisos para adentrarme en territorios; también para hablar o para dar un paso. Me fue mucho mejor. Pedir permiso conlleva una preparación y los dioses lo son por algo, no porque sí. Cargados de sabiduría, de buen hacer y de justo criterio, no encuentro ninguna razón para desconfiar de ellos; el problema radica en no confundirlos con los habituales impostores que se presentan como tales. Los impostores son más dados a los favores que a los permisos y eso me facilita distinguirlos. Hay dioses empeñados en hacerse una leyenda, en dar valor a cualquier reliquia suya y otros, decididos a vivir en el ostracismo, ocultos entre la realidad más cotidiana de modo que pasan casi desapercibidos entre nosotros. A esos quería dirigirme.
Me metí en
un bar cualquiera ya casi de noche. Había llegado el buen tiempo y un grupo de
hombres estaba fuera tomándose ahí las cervezas. Supongo que por fumar juntos
en ese espacio tan peculiar que es estar a la puerta de algo, con la puerta entreabierta,
extendiendo el espacio del bar a la calle. Discutían entendidos, que jugador
era mejor o cosas por el estilo; entró un alcohólico en el bar con familiaridad
y sin demasiada esperanza; ya le
conocían y no le quisieron fiar. “Esto no es una casa de caridad, es un
negocio. Vete a las monjas y que te den agua”- le increpó el camarero con la
confianza amarga que a veces se da a los conocidos quitándoselo de encima-. Y
el alcohólico salía del bar haciéndose hueco entre el grupo de hombres de fuera,
repitiendo y recitando deshilachadas las palabras que le habían dicho a modo de
poema dadaísta: “monjas, agua, caridad….menudo negocio malo” mientras se perdía en la
oscuridad de la calle caminando sólo con su retahíla rota.
Al cabo de
un rato salí yo del bar y también tuve que hacerme hueco entre el humo y las
discusiones del grupo de fuera. Continuaban su discusión, comparaban jugadores
y clubs, se enfrentaban con pasión pero sin pasarse, con algo de alcohol pero
sin ser ni mucho menos alcohólicos.
Agradecí el
aire de la calle y continúe mi camino sin rumbo concreto. También yo iba sólo,
como ese borracho al que le salían sin control los poemas al azar de una mente esclava y
libre a partes iguales. A ese presunto dios del azar quise dirigir mis pasos vislumbrándole
como destino de mi noche sin rumbo y
abandonada a la suerte de lo que surgiera.
Por saber, por conocerle, por
curiosidad también quise verlo más de cerca y ahí le vi perderse en el azar de
las palabras a voleo sin el control de la sensatez y la lógica y deduje que
entre muchos otros sitios ahí habitaba ese dios ¿Quién no desea la suerte?
Había
decidido no pedir nada de modo que tampoco pedí suerte. “No todo es azar, me otorgan
un poder limitado” me aclaró ese dios “soy una componente de la vida, no la
vida entera”. Somos bastantes en el Olimpo y también tenemos aquí nuestros
tiras y aflojas. Pero no soy arbitrario
ya que entonces no sería dios. El tiempo es tan grande, que no lo veis. La
suerte está echada y a la vez se vuelve a echar y aunque Einstein dijo que Dios
no juega a los dados, el dios del azar si, más que nada por darle gracia al
asunto, oportunidades nuevas a la gente, remover las cosas. Le pedí permiso
para burlarle de cuando en cuando y me lo dio. Es parte del juego, burlarme, me
dijo. Me familiaricé con este dios y aprendí a ganar y a perder. A dejarle
hacer y a vivir.
Continué la
calle oscura camino a casa. La escena se repetía, más grupos fuera en los
bares, discutiendo jugadas o jugadores.
Se sentían seguros de sus opiniones y de ser hombres. Caminé la calle muy vacía
solo interrumpida por el borracho poeta. Y me dio por subir arriba del parque, a
un alto, desde el que se ve Madrid. Allí, entre árboles y luna clara, pedí de
nuevo permiso a los dioses. Pedí permiso para no sentir culpa por el hecho de
vivir. De no sentir culpa por sentir, por escuchar mis propios sentimientos. De
no sentir la sombra de la culpa proyectada por los falsos dioses que te hacen
sentir culpable a todas horas para mantener su poder. Me lo puso fácil, “no le hagas sentir a nadie
culpable de nada, sino al revés, hazle sentir bien. ¿Qué sabes tú del camino
del borracho, del camino que ha tenido que recorrer otro? Recorre el tuyo, lo
mejor posible.“
A otro dios,
le pedí permiso para no sentir miedo infundado. También me lo dio. Vi la luna,
las estrellas, el polvo del que habían surgido. Las mismas que brillaban para
todos. No deseaba que nada ni nadie las eclipsara. Luego vino un dios, que sin
yo pedirle nada, me dijo que tenía permiso para ser yo mismo, para escuchar mis
sentimientos, escuchar el mundo y escuchar el de los demás.
Aquel permiso
era como pasar un umbral, una puerta simbólica. Era permiso para saber de qué
modo podía pasar por ahí. Me descalcé.
Atravesé una pequeña fuente, y pasé por
medio, de aquella extraña construcción. Solo hice eso. Entonces en ese espacio
que quedaba detrás del umbral, pensé en lo que quería, no lo que quería que se
me concediese, sino aquello en lo que yo quería estar y pertenecer.
En la noche
estrellada, todo era igual y distinto. Pasé el umbral y vi el cielo y las
estrellas, algo realmente grande, incomparable, luminoso. Las vi recortarse
frente al marco de piedra traída de un modo extraño desde el Nilo. Nunca supe
bien que pintaba ahí. Al fondo la torre de Madrid, el Madrid que siempre mira a
otro lugar, condenado a no ser del todo.
Con el agua
a los lados, supe algo más de ese mar, y de ese camino, -el tuyo propio- y el umbral, algo que no puede pasarse sin el
permiso de los dioses verdaderos, que habitan tanto dentro de uno como fuera. Viví
en mi memoria aquellas palabras de “caminante no hay camino, sino estelas en la
mar”. Ahí las vi reflejadas en el agua.
Y un camino en medio, que solo cuando se ha recorrido, toma su forma. Me quedé tranquilo….y me vi como parte del
universo, cada célula mía llena de sentido, de inteligencia. Me quedé dormido,
esperando el día... volví a casa igual y diferente. Creo que había perdido el
miedo a las puertas de mi propio ser.