jueves, 9 de enero de 2014

por Oporto


Oporto es una ciudad donde los tiempos van distribuyéndose con naturalidad por las laderas que bajan hacia el río, dejando su huella y su hacer por unas calles que día a día, año a año, siglo a siglo, han ido formando y conformando esta ciudad tan bella que aún conserva la magia del potente lugar natural que tuvo antes de ser ciudad, la fuerza del destino de estar situada a orillas del final de un río, y a la vez a orillas del mar. Al ir pisando las piedras grandes de granito desgastado, uno  tiene la impresión de pisar mucha historia, tiempos diferentes que conviven haciendo posible el presente de esta ciudad que tiende a conservar y dejar ahí lo realizado de otras épocas dejándote sentir  mentalidades y formas que perviven a través de sus calles y de sus plazas; etapas de las artes y de la historia que nos han ido llevando hasta hoy, hasta el presente de estos días lluviosos y templados en la ciudad portuguesa que vive su día a día de un modo tranquilo y silencioso a orillas del Duero, donde el río ya se pierde y se ensancha  confundiéndose despacio y sin prisa  con el mar.    
Inés, la mujer que nos ha recibido para acomodarnos en el apartamento alquilado a través de una web, es una joven mujer atractiva, y nos ha ido explicando sobre un plano que es lo que  recomienda ver en la ciudad. Tiene una conversación muy agradable, y en su  rostro refleja un entusiasmo por las cosas de aquí que le gustan, y rápidamente deja caer también las que no le convencen. Es muy comunicativa, y conoce muy bien la ciudad y su historia transmitiéndonos con naturalidad su interés por los temas relacionados con el arte y las posibilidades culturales de aquí; nos ha hablado de algunas calles con encanto, como alguna que nos señala en el plano, de casas que fueron habitadas por ingleses en la época en la que se asentaron en esta ciudad con la industria del vino, y de las que quedan esas calles con casas con muchos detalles de hierro excelentemente trabajado, de hierro fundido con rejas románticas, con balcones, portones de garaje, que son piezas artísticas en sí mismas. Piezas ya industriales, repetidas, pero llenas de encanto. Me atraen esas calles, quizá más que visitar un museo cualquiera, y puede estar bien  empezar por ahí. Es el punto de comienzo de unos días de disfrutar de esta ciudad, de experimentar sensaciones y  esa mezcla tan atractiva de  tiempos antiguos y modernos a la vez hablándose unos a otros. Esas calles quedan cerca del apartamento, un barrio no lejos del centro, pero por suerte no excesivamente turístico, y donde la vida urbana de las personas toma un aire habitual y cotidiano, con sus tiendas de verduras a mano, sus panaderías artesanales con bollos y dulces, sus tiendas con un poco de todo en la que lo mismo encuentras aceite, vino o fruta con muy buena calidad aunque los locales estén descuidados y desgastados por el tiempo y la humedad. Ese pulso del barrio, de la vitalidad normal, a mí me gusta, me atrae, mezclarme y comprobar esa simultaneidad de los tiempos en el planeta, de los infinitos barrios del mundo, de vida normal y corriente y para mi llena de atractivo. Puede que uno sienta una época ya pasada o vivida en el tiempo, pero me hace pensar en las cosas buenas que se pierden en el mundo actual, como es tener buenos productos frescos de alimentación a mano, a precios asequibles. De no depender todo el día del coche, de la atención de las personas, de ser parte del barrio, del mundo del pequeño comercio, de personas, en vez de máquinas cobrándote y deseándote buen viaje.
Al sentir a la vuelta de la esquina ese pasado que para mí ya es lejano, me vienen a la mente las observaciones en este sentido del escritor portugués José Saramago uno de los autores que más ha incidido en este asunto, y que en su novela “La caverna”,  a través de una historia sencilla venía a llamar la atención sobre la  pérdida de los puestos de trabajo artesanales y del pequeño comercio, en aras de los beneficios de las grandes superficies, y las consecuencias nefastas que iba a tener esta concentración de la actividad económica sobre el empleo. Le añado el valor de estar escrita  hace ya catorce años, cuando la falta de empleo no era una preocupación generalizada en Europa, y cuando nadie preveía que iba a pasarse de una sociedad de casi pleno empleo a otra con tan lamentables cifras de paro como las que tenemos ahora. Aquí, aún se conserva alguna calle con mentalidad anterior a los cambios que se han producido en todo el sur de Europa en los últimos años, y justo aquí en Portugal, uno puede sentir como positivo la pervivencia de tiempos que en algunos sitios ya han cambiado. Tampoco soy yo de los que piensan que cualquier tiempo pasado fue mejor, no lo veo así; se trata de  algunas cosas que estaban bien o mejor antes y que sería bueno no perderlas, como el reparto del empleo, la calidad de los productos de diario, lo artesanal de muchos productos y servicios  hechos con amor al oficio que han ido  perdiéndose en aras del beneficio lucrativo de unos pocos. 
Caminamos  hacia la calle que nos ha recomendado Inés, pero ya es de noche y a la luz de las farolas dispersas de la calle empinada que quiere perderse en el final del Duero, distingo los brillos de los azulejos verdosos, y el hierro tan profuso en muchas zonas del Oporto antiguo, cuando las casas se hacían con más balcones que pared. Y después de un rato caminando, ya apetece cenar y vemos un  restaurante en esa misma calle empinada y bastante poco iluminada, con un local desde el que no se intuye nada de lo hay dentro; un  pequeño escaparate a media altura de no más de un metro, con una figura  de un cocinero de escayola blanca, junto a un taburete sobre el que hay una pequeña barrica de vino, y algún que otro objeto a modo de bodegón extraño; al lado una puerta estrecha llena de fotos muy desgastadas de diez o doce platos habituales ocupando cada uno los cristales pequeños de los cuadrantes de la puerta, algo desleídos en el tiempo, como si alguien los hubiera puesto en la época de las primeras fotos en color llegadas por aquí, sin que nadie se hubiera molestado en reponerlas.  “Le chien qui fum” aparece en el cartel de chapa pintada encima de la puerta, junto con un perro de hierro oxidado que fuma una pipa, y en el hueco de la pipa una bombilla amarilla como reclamo surreal del local; la inercia de la calle y de la cuesta nos hace pasar de largo, pero no vemos  otro restaurante cerca, y el hambre nos anima a frenar, a retroceder unos pasos, y a abrir la puerta que da a esa  calle algo extraña de acento británico del plano de Inés y  a ver lo que hay dentro de “le chien qui fum.”  
Un primer vistazo, hace pensar que lo  visto en el escaparate no se corresponde con el interior, y que puede estar bien cenar ahí, así que nos arriesgamos; aún es pronto, falta algo para las ocho. Una japonesa está sola sentada en una de las primeras mesas del local, cerca de la puerta, cenando ya… Un camarero, de mediana edad , vestido con traje de camarero, algo serio, y algo contrariado, nos pregunta si tenemos reserva. Le decimos que no, y nos hace pasar a una zona posterior del local, atravesando un arco y un pasillo estrecho que queda pegado a la barra. Quita el cartel de reservado de una mesa y listo, nos acomoda sin mayor problema en el restaurante casi vacío. Una pareja joven, está al fondo en una esquina, y nos miran como procurando adivinar de donde somos. El camarero, poco a poco va haciéndose más cercano. El local está lleno de chismes por las paredes, muchas fotografías en blanco y negro, algunas con una pátina de desgaste producida  por el tiempo que les ha hecho perder tanto la fuerza de los blancos como de los negros, como fotografías desgastadas de un periódico viejo; son imágenes muy antiguas de gente por la ciudad; una mujer haciendo la compra en un mercado ante unos sacos de patatas con los precios en escudos, una vista de la ciudad de hace años, un arco y alguien caminando con esas vestimentas más viejas que intemporales; vienen firmadas por un nombre portugués, y me recuerdan a esa mágica época de la fotografía en blanco y negro, cuando los fotógrafos captaban instantes cotidianos de la vida de las personas en la ciudad un poco a lo Cartier-Bresson. Entre las fotos, en el poco espacio que queda libre hay un  reloj de pared con péndulo, que queda como testigo también de una modernidad de su época que ya quedó antigua.  Al fondo, en la esquina opuesta a donde estamos, la puerta de la cocina entreabierta y desde la que se adivinan los fuegos, el vapor de las cacerolas cociendo algo. Las paredes con zócalo de azulejos iluminadas por unas  lámparas, que toman la silueta de  diversos animales que fuman con pipas; un lobo, un perro, hechos en una especie de hojalata vieja…con la bombilla en la punta de la pipa como originales lámparas surreales y de una creatividad apañada y extraña. El silencio de la sala, solo roto por los pasos del camarero de la cocina a la sala, y de la sala a la cocina, produce una sensación misteriosa en el local tan vacío. Un silencio que  inunda las paredes y que de repente queda roto por la campanada del reloj de pared del año de la tana que hace que nos entre una risa surreal, haciéndonos sentir una especie de viaje en el tiempo hasta la época de nuestra niñez.
Pero “le chien qui fum”, es un local donde la comida está muy bien. Es una comida de toda la vida pero con productos buenos, la sopa de verduras, el pescado fresco, las omelettes…el camarero va familiarizándose. Nos sirve un vino estupendo sin pretensiones de marca. En breve el local se va llenando, grupos de amigos de allí. Algunos turistas ingleses. Diversos idiomas y lugares, en este local en la calle de hierros ingleses, con nombre francés, y perdido en el tiempo por dentro. Disfruto leyendo la carta, los nombres portugueses, la sopa de legumes, la francesinha, las omelettes…. No está traducida. No hay demasiados detalles que me hagan ver que estoy en el año actual. Quizá solo la ropa, los turistas, nosotros sentados, los móviles…. Saboreo despacio los sabores, de una comida sencilla pero hecha con materiales nobles. El camarero, ha ido in crescendo, y nos va comentando cosas con una amabilidad que había permanecido oculta, como un as guardado en la manga. Al salir ya del local, en el pasillo estrecho que une las dos estancias, veo que en las  paredes tienen enmarcadas algunas referencias  recortadas de periódicos y revistas como un  local recomendado en las guías de la ciudad. Lo hemos encontrado al azar, que es lo divertido. Todo parece azar, en esta ciudad que vive al  final de un río. Donde se mezclan el agua dulce con la salada. Donde se mezclan los tiempos de los hombres, los estilos, donde perviven los buenos sabores. Donde el río, te deja claro que todo fluye, que todo pasa. Donde lo antiguo y lo moderno conviven a pocos metros, encontrándose sin miedo. Donde lo europeo, lo cosmopolita, vive su vida, mientras que lo local, hace su trabajo. Donde convive una idea y la contraria a un solo paso, solo unidas por el aire, por la lluvia, y por el agua. Donde, nada me aburre, porque se deja ser a las cosas, y porque esa ausencia de dogmatismo y de uniformidad hace que nada se repita más de lo necesario. Donde uno percibe que tiene unos días y una ciudad por delante, dispuesta a dejarse recorrer, con más ganas de ser sentida y vivida, que de sólo dejarse conocer.