viernes, 26 de abril de 2019

El permiso de los dioses (cuento)




Dejé de pedir cosas y favores a los dioses y me centré en solicitar sólo permisos. Permisos para adentrarme en territorios; también para hablar o para dar un paso. Me fue mucho mejor. Pedir permiso conlleva una preparación y los dioses lo son por algo, no porque sí. Cargados de sabiduría, de buen hacer y de justo criterio, no encuentro ninguna razón para desconfiar de ellos; el problema radica en no confundirlos con los habituales impostores que se presentan como tales. Los impostores son más dados a los favores que a los permisos y eso me facilita distinguirlos. Hay dioses empeñados en hacerse una leyenda, en dar valor a cualquier reliquia suya y otros, decididos a vivir en el ostracismo, ocultos entre la realidad más cotidiana de modo que pasan casi desapercibidos entre nosotros. A esos quería dirigirme.

Me metí en un bar cualquiera ya casi de noche. Había llegado el buen tiempo y un grupo de hombres estaba fuera tomándose ahí las cervezas. Supongo que por fumar juntos en ese espacio tan peculiar que es estar a la puerta de algo, con la puerta entreabierta, extendiendo el espacio del bar a la calle. Discutían entendidos, que jugador era mejor o cosas por el estilo; entró un alcohólico en el bar con familiaridad y sin demasiada esperanza;  ya le conocían y no le quisieron fiar. “Esto no es una casa de caridad, es un negocio. Vete a las monjas y que te den agua”- le increpó el camarero con la confianza amarga que a veces se da a los conocidos quitándoselo de encima-. Y el alcohólico salía del bar haciéndose hueco entre el grupo de hombres de fuera, repitiendo y recitando deshilachadas las palabras que le habían dicho a modo de poema dadaísta: “monjas,  agua, caridad….menudo  negocio malo” mientras se perdía en la oscuridad de la calle caminando sólo con su retahíla rota.

Al cabo de un rato salí yo del bar y también tuve que hacerme hueco entre el humo y las discusiones del grupo de fuera. Continuaban su discusión, comparaban jugadores y clubs, se enfrentaban con pasión pero sin pasarse, con algo de alcohol pero sin ser ni mucho menos alcohólicos.  
Agradecí el aire de la calle y continúe mi camino sin rumbo concreto. También yo iba sólo, como ese borracho al que le salían sin control  los poemas al azar de una mente esclava y libre a partes iguales. A ese presunto dios del azar quise dirigir mis pasos vislumbrándole como destino de mi noche sin rumbo y abandonada a la suerte de lo que surgiera. 

Por saber, por conocerle, por curiosidad también quise verlo más de cerca y ahí le vi perderse en el azar de las palabras a voleo sin el control de la sensatez y la lógica y deduje que entre muchos otros sitios ahí habitaba ese dios ¿Quién no desea la suerte? 

Había decidido no pedir nada de modo que tampoco pedí suerte. “No todo es azar, me otorgan un poder limitado” me aclaró ese dios “soy una componente de la vida, no la vida entera”. Somos bastantes en el Olimpo y también tenemos aquí nuestros tiras y aflojas. Pero no soy arbitrario ya que entonces no sería dios. El tiempo es tan grande, que no lo veis. La suerte está echada y a la vez se vuelve a echar y aunque Einstein dijo que Dios no juega a los dados, el dios del azar si, más que nada por darle gracia al asunto, oportunidades nuevas a la gente, remover las cosas. Le pedí permiso para burlarle de cuando en cuando y me lo dio. Es parte del juego, burlarme, me dijo. Me familiaricé con este dios y aprendí a ganar y a perder. A dejarle hacer y a vivir.

Continué la calle oscura camino a casa. La escena se repetía, más grupos fuera en los bares, discutiendo jugadas  o jugadores. Se sentían seguros de sus opiniones y de ser hombres. Caminé la calle muy vacía solo interrumpida por el borracho poeta. Y me dio por subir arriba del parque, a un alto, desde el que se ve Madrid. Allí, entre árboles y luna clara, pedí de nuevo permiso a los dioses. Pedí permiso para no sentir culpa por el hecho de vivir. De no sentir culpa por sentir, por escuchar mis propios sentimientos. De no sentir la sombra de la culpa proyectada por los falsos dioses que te hacen sentir culpable a todas horas para mantener su poder.  Me lo puso fácil, “no le hagas sentir a nadie culpable de nada, sino al revés, hazle sentir bien. ¿Qué sabes tú del camino del borracho, del camino que ha tenido que recorrer otro? Recorre el tuyo, lo mejor posible.“

A otro dios, le pedí permiso para no sentir miedo infundado. También me lo dio. Vi la luna, las estrellas, el polvo del que habían surgido. Las mismas que brillaban para todos. No deseaba que nada ni nadie las eclipsara. Luego vino un dios, que sin yo pedirle nada, me dijo que tenía permiso para ser yo mismo, para escuchar mis sentimientos, escuchar el mundo y escuchar el de los demás.

Aquel permiso era como pasar un umbral, una puerta simbólica. Era permiso para saber de qué modo podía pasar por ahí.  Me descalcé. Atravesé  una pequeña fuente, y pasé por medio, de aquella extraña construcción. Solo hice eso. Entonces en ese espacio que quedaba detrás del umbral, pensé en lo que quería, no lo que quería que se me concediese, sino aquello en lo que yo quería estar y pertenecer.

En la noche estrellada, todo era igual y distinto. Pasé el umbral y vi el cielo y las estrellas, algo realmente grande, incomparable, luminoso. Las vi recortarse frente al marco de piedra traída de un modo extraño desde el Nilo. Nunca supe bien que pintaba ahí. Al fondo la torre de Madrid, el Madrid que siempre mira a otro lugar, condenado a no ser del todo.

Con el agua a los lados, supe algo más de ese mar, y de ese camino, -el tuyo propio- y el umbral, algo que no puede pasarse sin el permiso de los dioses verdaderos, que habitan tanto dentro de uno como fuera. Viví en mi memoria aquellas palabras de “caminante no hay camino, sino estelas en la mar”. Ahí las vi reflejadas en el agua. Y un camino en medio, que solo cuando se ha recorrido, toma su forma. Me  quedé tranquilo….y me vi como parte del universo, cada célula mía llena de sentido, de inteligencia. Me quedé dormido, esperando el día... volví a casa igual y diferente. Creo que había perdido el miedo a las puertas de mi propio ser.

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