Paseando recientemente
por Segovia, me encontré con una placa cincelada en piedra que decía: “al
paisajista Leandro Silva, un alma
trabajada por el afán de atrapar la belleza. 2001". Esta economía de palabras me gustó y
recordando la síntesis de las formulaciones del logos que expresaba en el
anterior texto, pensé en la limitación que supone cincelar textos en piedra y
que si la piedra tuviera que elegir entre conceptistas o culteranistas, sin
duda se inclinaría por los primeros, teniendo a bien aquello de que lo bueno si
breve dos veces bueno. En detrimento de la piedra diré que representa lo
inerte, justo lo que no tiene “ánima” que sería el movimiento de los seres
vivos y es posible que tampoco le beneficie ese aire de epitafio que en ella toman
los textos y que les otorgan una trascendencia a veces exagerada a palabras que
son de los más cotidianas. En definitiva, que a Leandro Silva lo que realmente le hacía disfrutar en esta
vida y a lo que dedicó su alma y su talento, era a trabajar, idear, cultivar y crear
jardines donde antes no los había. Siempre hay alguien detrás de las cosas,
detrás de una fuente, detrás de un jardín y también detrás de un texto, y si en
el soporte no han de caber más de diez palabras, no es de extrañar que se
recurra a conceptos, palabras
concentradas que contienen muchas más y que tomadas de una en una darían para
una conversación, para una tesis o para un ensayo. ¿Qué es el alma? ¿Qué
es el trabajo? ¿Qué es el afán o en su caso el deseo? ¿Qué es la belleza? Con
ellas anduve el paseo, sin sospechar que más tarde iban a viajar hasta este
texto, y que aquella síntesis iba a tener la capacidad de reavivar imágenes y
palabras que seguramente ya estaban dentro.
El estudio de las
cosas ofrece todas las posibilidades que uno pueda imaginar. Cuantos libros
habrá con el título o similar “sobre la belleza” o “tratado del alma”. De un
concepto se puede tratar extensamente, pero la velocidad de la vida y de la
información ha cambiado tanto que estos tratados en general quedan relegados
por otras lecturas. Sin embargo se me ocurre que hay otra manera de tratar los
conceptos y es tratarlos por pares, alma-trabajo, afán-belleza etc. Al
analizar de este modo, aparecen relaciones, espacios que existen entre las
palabras, que tienen su interés ya que nos conducen hasta realidades y evitan perdernos
en el desierto de lo que separamos con el intelecto y que aparece mezclado en
la vida.
Siempre me ha gustado
fijarme en el espacio que queda entre dos palabras, en la relación que puede
surgir entre ellas, y la formulación alma trabajada, llevada a sus conceptos,
es decir alma y trabajo, me sugiere el pensar que hay trabajos hechos con necesidad
de alma y dirigidos al alma, (una música, un cuadro, la literatura, la danza etc)
y hay trabajos en los que el alma en principio no interviene (un corredor de
bolsa por ejemplo). Para muchas personas los trabajos del alma, que no producen
un beneficio económico, son pérdida de tiempo ya que nuestro entorno es más
proclive a lo que deja un beneficio y a las transacciones económicas.
Paisajista podría entrar dentro de una de esas profesiones de ámbito humanista
que quedan en entredicho dentro del sistema exageradamente economicista al que
nos sometemos; se trata de una profesión no muy remunerada, y sin embargo es
una profesión que deja su efecto en el bien común y su huella positiva en los
usuarios de la ciudad.
En estos días de paro estructural y de falta de ideas, no estaría de más proporcionar su trabajo a los buenos
paisajistas, encargados de hacer de nuestras ciudades lugares para la felicidad
humana y de paso borrar la fealdad que dejó el enladrillamiento del suelo
hispano en ese fenómeno del egoísmo y del mal gusto que pasado a formulación
metafórica quedó con el nombre de
burbuja inmobiliaria. Todo lo contrario tal aberración a lo que me sugiere esta
frase relativa a un alma trabajada….Ambas cosas tienen que ver con el trabajo
pero si en piedra tuviera que dedicar un nombre a lo aberrante diría algo
así como “a un grupo de gente sin alma cuyo afán no fue otro que ganar dinero”,
puesta al lado de esos cadáveres inmobiliarios que han quedado como testimonio
de una locura colectiva.
El afán, tiene que ver con el deseo. Y el deseo, tiene
que ver con aquello que va a ser capaz de proporcionarnos felicidad. No sé si
por casualidad, vi la placa en los mismos lugares donde yo había jugado de niño
en los muchos veranos que pasé con mi familia en esta ciudad y que configuraron
mis percepciones. Días de juegos en esos jardines que quedan sobre la parte alta de la
muralla antigua y que da a la iglesia románica de san Juan de los caballeros,
con esa belleza tan peculiar de los ábsides románicos, que son bellos tanto por
dentro como por fuera. Esta iglesia, había sido comprada por el ceramista Daniel
Zuloaga (hermano del pintor) en la época de la famosa desamortización de Mendizábal
y la tenía habilitada como vivienda y taller. Como estaba en obras permanentes,
en aquellos años de mis recuerdos infantiles podías acceder al interior, ver
sus cerámicas esparcidas por el suelo, los hornos, los esmaltes siempre
atractivos del mundo del ceramista. Rodeados de un tramo de la muralla, aquellos jardines fueron un lugar mágico para jugar, y para vivir el tránsito de la niñez a la adolescencia. Ahora, al recuerdo de una fuente donde
tantas veces me habré apoyado para beber después de montar en bici, se le une una intervención plena de sentido; por donde
ahora veo este sencillo jardín, había maleza desordenada que llegaba hasta por detrás de los
ábsides de san Juan, donde nos ocultábamos en el escondite, con distinta cabeza que
ahora, pero seguramente con el mismo alma.
Años después supe de
Leandro Silva gracias a un lugar que me resulta lleno de armonía clásica, el jardín
botánico de Madrid. Enfrente del pabellón de Juan de Villanueva, una rotonda
muy bien tratada, con un estanque muy agradable y una palmera justo en el eje
de simetría del edificio; en su momento me habían llamado la atención y luego
supe que era obra de este mismo paisajista. Sin conocerle personalmente iba sabiendo
de sus trabajos y las casualidades me iban conduciendo a toparme con sus obras y a descubrir la belleza de pequeños o grandes
detalles, que van configurando tramos de la ciudad y que podemos pensar que
están ahí desde siempre. Gracias a estas placas sabemos que no es así, y que están o no están, en función de que esa
alma trabajada, tanto individual como colectiva, se interesen en la tarea o
dejen de hacerlo.
Continuando el paseo,
saliendo de la muralla mientras se va bordeando la ciudad, pude disfrutar del otoño
y del entorno y llegar hasta un pequeño conjunto de casas que quedan al lado
del río bajo la mole del alcázar. Al lado de estas casas, queda el que fue su propio jardín, conocido con
el nombre de El Romeral de San Marcos, espléndido mirador de todo
el alcázar y de los perfiles de las torres de Segovia. Allí recordé una parte
de mis paisajes infantiles, mezclados en el tiempo que iba enlazando y completando las cosas;
me daba cuenta, de que una parte mía es
de Madrid, de sus calles y de su ritmo colectivo. Otra pertenece al mar, a su
aire y a sus azules, pero siempre late en mí una que pertenece al silencio de los caminos
mágicos de Castilla, a los domingos de otoño o a los cielos del verano sobre sus
campos.Todo el camino que va desde la plazuela de San Juan de los Caballeros
hasta aquí, con la muralla a un lado y el silencio al otro, me parecía ahora creado
para defenderse del enemigo y a la vez para hacer de palco donde escuchar el
concierto de color del otoño; y con esa armonía, recibir ese regalo que es llegar al puente que cruza el Eresma, ver desde
abajo el alcázar y la diversidad de los colores de los árboles, en la ciudad
Patrimonio de la Humanidad, con el silencio patrimonio del alma humana, inmerso
en el color patrimonio de la naturaleza
y de nuestros ojos.