Qué pena que la vida se
acabe y que los pisos continúen. Podría ser al revés, que la vida siguiera y
que a los pisos hubiera que enterrarlos; entonces a los banqueros se les
acabaría el negocio, y los pisos viejos valdrían como los coches, cada vez
menos… Pero no es así. Es al revés. Somos nosotros los que abandonamos la casa
y la casa sigue. Si fuera como digo, los pisos no valdrían tanto y valdrían las
personas; habría normas para que no pudiésemos tener grietas, ni goteras, ni
huecos que dejaran pasar el viento.
Habría normas que regularan nuestros cimientos, el terreno en el que nos
ubicamos para vivir; habría normas que regularan de donde vienen lo daños
recibidos, cuanto de luz debemos de dejar pasar a nuestro interior, o como no
despilfarrar nuestra energía. Pero no, la vida es como es, no son los edificios
los que suelen morir, sino nosotros mismos.
Iba caminando haciendo compañía
a estos pensamientos al volver ya tarde
a casa después de finalizar unas
reformas que tuve que hacer en un bloque de viviendas en una calle estrecha y
sombría , cerca del metro de Prosperidad. El bloque entero había sido afectado
por unas obras vecinas, un garaje demasiado profundo que había provocado
algunas grietas y desperfectos en los tabiques. Y allí me vi, contratado por la
comunidad y visitando piso por piso, reparando
las grietas causadas por la obra y como suele ocurrir en estos casos de paso
las humedades y desconchones que el paso del tiempo y la dejación habían ido invadiendo
el edificio .Perdone, somos los de la contrata.
¿Quienes son? Los de la contrata, venimos
a ver sus grietas, pasen, pasen….
Del fondo salió una
sudamericana bastante sexi. Era la cuidadora y puso cara de alivio, de alegría
de que pasara algo, de algo que cambiara la monotonía y el aburrimiento, como cuando
llegas a un pueblo solitario y se
alegran de que te intereses un poco y que les des conversación. Las dos se
alegraron, cada una a su manera, la sudamericana sexi se alegró con su cuerpo y la señora Carmen, más bien con su espíritu,
con una especie de sonrisa ida y constante, simpática y entrañable, que no
sabía si recibía a un reformista o a un sobrino, a un familiar o a un extraño.
Pero bueno y ¿que van a arreglar?, me insistía
la señora Carmen. Sus grietas, ya le dije, ¡ah sí ! se me había olvidado;
entonces intervino la cuidadora sexi, avisando que la mujer está con la cabeza mal y que no se acuerda de nada de lo que le hayas dicho
hace cinco minutos. Se acuerda sólo de cosas de su pasado. Eché un vistazo a la
casa, con las paredes ocultas por muchas fotos y recuerdos antiguos, con esas
estanterías llenas de cosas donde cada uno pone lo que le da la gana; en su
caso una colección interminable de botellitas de licores, cerradas y en fila,
con ese valor tan personal y tan maniático que tienen las cosas que coleccionamos; con ese valor que le
damos a los objetos que amamos, y que no tiene
en la mayoría de los casos más valor que el de activar nuestros propios recuerdos.
El albañil de la contrata no atendía mucho a ir localizando
las grietas del informe judicial, sino que estaba más bien al tanto de la cuidadora y
buscaba excusas simpáticas para relacionarse con ella. ¿me pondría un poco de
agua en un cubo please? o frases por el
estilo, mientras desde la cocina llegaba el olor del guiso a coliflor, tan poco
atractivo, tan de diario , aunque quizá no lo suficiente como para afectar a
las percepciones del albañil que no se si por compensar o por costumbre me
avisaba a cada rato del enorme atractivo de la sudamericana.
Le debimos de caer bien a la
señora Carmen, porque quiso encargarnos ya que estábamos por allí, unas contraventanas
para la habitación de su cuarto. Bien señora tomaremos las medidas. Estaba en
ello cuando vi arrinconadas dos contraventanas en el suelo, y pensé si la
señora acumulaba contraventanas, o es que ya las había encargado a otro y no se
acordaba. No le haga caso, me dijo la
chica sexi, es que la mujer las tira por la ventana. Por suerte no ha dado a
nadie. No sabemos por qué lo hace. Viene la policía, y mentimos; decimos que se han caído solas. Por el viento,
por las vibraciones de la obra de al lado que se yo. Para que no se la lleven
de aquí y no la alejen de sus recuerdos.
Subí al tercero derecha, a
visitar unas humedades del techo. En ese piso vive Esmeralda Rodriguez. Lo sé por los buzones. Abre la puerta hasta la mitad, y me atiende
desde ahí, con la cadena echada del cerrojo, y me interroga con mal humor, con
dureza, con franca antipatía; entonces le explico que somos de la contrata, que
va a reparar las zonas comunes del edificio y los desperfectos de las
vibraciones. Ah!!!, entonces aparta la cadena, y me recibe con la actitud
contraria, casi seductora, sacando de
ese cajón lleno de recuerdos que es la memoria, movimientos y expresiones de
hace más de medio siglo, que quedan ahí dentro de ella. Pase, pase, está todo
desordenado….No se preocupe, señora, no miramos, -digo de un modo absurdo-,
porque decir no miramos, es imposible; hay que mirar con ojos de médico que
mira una radiografía, mirar bien, ver qué pasa y averiguar de dónde vienen esas
humedades. Avanzamos por el salón de paso hasta la habitación deteriorada.
Aquel salón estaba lleno de bolsos y zapatos de piel, extendidos por los sofás,
por el suelo y por las mesas invadiendo todo el espacio. Es que lo he sacado todo
de la habitación por lo de la humedad, se explica. Toda una vida puede llegar a
dar para muchos bolsos y zapatos. No sé, doscientos, trescientos… Era una
imagen, increíble, obsesiva. Bolsos y zapatos de todos los tiempos puestos
encima de las mesa del comedor, de las butacas, en la alfombra, como si se
hubieran multiplicado solos. Fui sorteando los bolsos y los zapatos, como quien
camina por las piedras de un río para no pisar el agua y llegamos a una
habitación vacía y con una mancha de humedad en el techo bastante antigua. La humedad
es del piso de arriba, le explico a la mujer, no es de las zonas comunes ¿ha
hablado con el piso de arriba? Si mi
hija es la dueña. Ah! pues reclame a su
hija. Bueno, ya he reclamado pero es que vive lejos, se marchó al extranjero….
Venga usted otro día y le dejo las llaves del piso de arriba para que vea desde
donde viene…. Ya no me quiso abrir más. En algún rato muerto subía al piso de
Esmeralda y llamaba una y otra vez pulsando su timbre a ver si estaba. No le
abrirá jamás -me avisó la vecina de
puerta que llegaba en ese momento desde el ascensor-. Esa señora no está bien. Me
despierta por la noche diciendo que hacemos ruido, que no la dejamos dormir; ¡qué
ruido voy a hacer yo que vivo con mi hija pequeña!. Es que confunde la realidad;
resulta que aquí hubo un burdel hace
años donde ahora estoy yo alquilada en
este mismo piso, y había juergas, ruido, trasiego. Y ella se ha quedado ahí,
sigue oyendo ruidos del pasado. Esta mujer no debería de vivir aquí, se pasa el
día fastidiando a todos.
Me ha parado por la escalera
Felisa Santos, para que suba a su piso también por una gotera. Felisa es de un
pueblo del páramo leonés y tiene un trato cordial y colaborador. Me abre la
puerta de su casa, y avanzo con ella hasta el pasillo. Veo que en el salón, por
mitad del espejo que hay encima de un aparador, una grieta recorre la pared de
arriba abajo. Lo tenía en mi informe, pero ella no se había dado cuenta. Le explico
el problema mientras miro la grieta y
también su imagen y la mía reflejada en el espejo. Me resulta extraño ver la
grieta, mientras el espejo me devuelve su imagen, la de Felisa, con aspectos de
ella que no había percibido antes, como si el espejo me hubiese devuelto su
parte invisible, en la que aprecié un rostro diferente, como con el rastro de
un dolor antiguo. La semana que viene se la arreglamos le digo
intentando borrar en mi imaginación esa grieta y ver ya el espejo apoyado en la
pared renovada; no puede ser, me voy al pueblo me explica con amabilidad y con ganas de romper su soledad. Viene mi
sobrino a recogerme, pasaré allí todo el verano. En verano se está bien, lo
malo es el invierno. Es un frío muy duro.
Salí al patio de la finca, que
también estaba pendiente de arreglos. Al
salir vi como caía el agua a chorros
desde los tiestos de la ventana del tercero de Esmeralda hasta el piso de abajo.
Caía agua y barro. Se asomó la vecina del segundo con bastante educación. Oiga!
que me está poniendo perdida mi ventana con el riego de sus plantas. Entonces se
asomó Esmeralda montando en cólera ante las quejas de su vecina, sacando su ira
y llenándola de improperios a voz en grito con una fuerza sorprendente, que
quedaba multiplicada por el efecto de resonancia del propio patio. Esmeralda negaba los hechos, ella no mojaba a nadie
porque su marido que en paz descanse en su día había puesto una chapa metálica bajo el alfeizar para evitar el problema. Yo
miraba como testigo mudo el agua caer, mezclada con el barro marrón y esa chapa
que ella decía que debía de ser de hace demasiados años pues estaba oxidada y llena de tantos agujeros que la hacían absolutamente
inservible.
Después de unas semanas de
trabajos, el edificio va recuperando su aire de nuevo, sobre todo por la
pintura, con ese olor a estreno que tiene lo recién pintado. Con esa luz que
toman los patios una vez arreglados y recientes. De tanto llamar a una y otra
puerta los vecinos del bloque ya me conocen. También personas que incluyen en
su rutina el ir por allí, como las hijas de la Carmen. Están tensas entre
ellas, por ver como se organizan los turnos para cuidarla. No están del todo a
gusto con la cuidadora sexi...
Veo los recuerdos de sus casas
y de sus memorias. Las botellitas de
licor puestos en fila en casa Carmen, la
austeridad de Felisa como se si se hubiera traído el páramo a su casa, la
exageración agria de Esmeralda, con sus bolsos y zapatos. La ansiedad de muchos
por sacar algo más de la oportunidad de las obras comunes para algún arreglo
privado, siempre con ese punto
de pequeño hurto, de querer sacar algo, como si algo les faltara,
siempre buscando un límite extraño con las zonas comunes.
Han quedado resueltas las fisuras, las grietas,
las cosas de los años. Algún día los herederos venderán las propiedades pero no sus
recuerdos, aquellos a los que se aferran. En ellos habitan sus tierras de
origen, sus infancias, el tesoro de sus infancias, al que muchos de ellos se aferran,
como el caso de Felisa que en ocasiones me cuenta a tramos su vida, de un modo
preciso sin recrearse nada más que en sus años de infancia en el pueblo, por
donde corría y trepaba, y más tarde el
discurrir de la vida cuando llegaron hace medio siglo por aquí, a buscar una
vida próspera.
Después de unos días tuve
que volver para el acta de finalización. Había mucha gente por la escalera y
trasiego. Esa mañana había fallecido Carmen.
Aún no la habían llevado al tanatorio y yacía como dormida en su habitación. Pasé con el pintor que estaba rematando sus
trabajos a expresar mis condolencias. Han sido unos meses trabajando y quieras que no nos habíamos
familiarizado. La cuidadora sexi,
también está triste. No sabe que va ser de ella. Tendrá que buscar nuevo
trabajo. La mujer del segundo está por allí callada y triste. Habían sido
amigas. La de los bolsos aparece sin ganas. Y las pequeñas corrupciones, los
pequeños enfrentamientos y la dureza de
la soledad se olvida por un instante.
Me he marchado comprendiendo
que no era momento para revisar con el presidente el acta. Vuelvo unos días más
tarde y ya resuelto el tema al salir me
encuentro con las hijas de Carmen y con un nieto ya casi entrado en los
treinta, que ha venido desde Londres por lo de su abuela. Trabaja allí, de
cualquier cosa a pesar de que tiene estudios.
Quiere que pasemos un momento al piso para devolverme una
herramienta que por lo visto han olvidado los operarios. Le acompaño mientras
abre la puerta de la casa de Carmen, y pasamos al piso vacío pero recién
renovado por las obras, y me detengo en el salón. Por curiosidad le pregunto
acerca de las botellitas de licor, y me explica que su abuelo las fabricaba, y
que con ese negocio salieron adelante cuando vinieron a Madrid desde un pueblo
de Andalucía. Me muestra la colección
que ahí sigue en la estantería cerradas e intactas, Fui leyendo las etiquetas,
mientras mi memoria me iba situando donde estaba yo en cada uno de esos años.
Era referencias comunes, botellitas del
mundial de España del 82, de la boda de Carlos y Diana, de la olimpiada de
Barcelona, que me iban situando velozmente por cada uno de eso años. El nieto
de Carmen me devuelve la herramienta -un simple medidor láser- y le agradezco
el detalle. Hoy en día la gente se lo hubiera quedado, le comento, valorando
algo que hace años podría haber sido lo habitual. Bueno, habrá que recuperar la honradez, si
queremos salir adelante me dice el chaval. Este país está como está por apropiarse
de lo ajeno, por todos y cada uno de los desfalcos que ha habido…. Tienes toda
la razón, tan simple como estas dos frases tuyas ,le digo a este chico joven.
Marcho hacia el metro, después
de mirar por última vez el portal y los buzones. El calor de Julio parece que
empuja a la gente a la calle, a salir al barrio, fuera de casa. En la plaza,
hay muchos emigrantes, mezclados con gente que da la impresión de ser gente de
toda la vida de este barrio; es tarde, pero algunos niños andan jugando con un
balón. Muchos de los adultos están solos
en los bancos, entretenidos y conectados con el mundo a través de sus móviles. A
la salida del metro una mujer vende callada algo de mercancía apoyada en el
pretil del metro. Bajo por las escaleras, y me quedo con la imagen de la señal
de la estación, iluminada por unos focos; mientras bajo los peldaños dejo pasar esos pensamientos con los que empecé acerca de
esa supervivencia de las casas, y me quedo con la imagen de la parada en la mente, y como
quien hablara solo, me sorprendo a mi mismo deletreando la palabra, el
concepto, deletreando despacio pros-pe-ri-dad…. mientras yo bajo al subsuelo, a
la parte menos visible de Madrid, al extraño límite de nuestra vida con la zona
común.