domingo, 5 de octubre de 2014

zonas comunes (cuento)

Qué pena que la vida se acabe y que los pisos continúen. Podría ser al revés, que la vida siguiera y que a los pisos hubiera que enterrarlos; entonces a los banqueros se les acabaría el negocio, y los pisos viejos valdrían como los coches, cada vez menos… Pero no es así. Es al revés. Somos nosotros los que abandonamos la casa y la casa sigue. Si fuera como digo, los pisos no valdrían tanto y valdrían las personas; habría normas para que no pudiésemos tener grietas, ni goteras, ni huecos que dejaran  pasar el viento. Habría normas que regularan nuestros cimientos, el terreno en el que nos ubicamos para vivir; habría normas que regularan de donde vienen lo daños recibidos, cuanto de luz debemos de dejar pasar a nuestro interior, o como no despilfarrar nuestra energía. Pero no, la vida es como es, no son los edificios los que suelen morir, sino nosotros mismos.

Iba caminando haciendo compañía a estos  pensamientos al volver ya tarde a casa después de finalizar  unas reformas que tuve que hacer en un bloque de viviendas en una calle estrecha y sombría , cerca del metro de Prosperidad. El bloque entero había sido afectado por unas obras vecinas, un garaje demasiado profundo que había provocado algunas grietas y desperfectos en los tabiques. Y allí me vi, contratado por la comunidad y visitando  piso por piso, reparando las grietas causadas por la obra y como suele ocurrir en estos casos de paso las humedades y desconchones que el paso del tiempo y la dejación habían ido invadiendo  el edificio .Perdone, somos los de la contrata. ¿Quienes son? Los de la contrata,  venimos a ver sus grietas, pasen, pasen….

Del fondo salió una sudamericana bastante sexi. Era la cuidadora y puso cara de alivio, de alegría de que pasara algo, de algo que cambiara la monotonía y el aburrimiento, como cuando llegas a  un pueblo solitario y se alegran de que te intereses un poco y que les des conversación. Las dos se alegraron, cada una a su manera, la sudamericana sexi se alegró con su cuerpo  y la señora Carmen, más bien con su espíritu, con una especie de sonrisa ida y constante, simpática y entrañable, que no sabía si recibía a un reformista o a un sobrino, a un familiar o a un extraño. Pero  bueno y ¿que van a arreglar?, me insistía la señora Carmen. Sus grietas, ya le dije, ¡ah sí ! se me había olvidado; entonces intervino la cuidadora sexi, avisando que  la mujer está con la cabeza mal y que  no se acuerda de nada de lo que le hayas dicho hace cinco minutos. Se acuerda sólo de cosas de su pasado. Eché un vistazo a la casa, con las paredes ocultas por muchas fotos y recuerdos antiguos, con esas estanterías llenas de cosas donde cada uno pone lo que le da la gana; en su caso una colección interminable de botellitas de licores, cerradas y en fila, con ese valor tan personal y tan maniático que tienen las  cosas que coleccionamos; con ese valor que le damos a los objetos que amamos,  y que no tiene en la mayoría de los casos más valor que el de activar nuestros propios  recuerdos.

El albañil de  la contrata no atendía mucho a ir localizando las grietas del informe judicial, sino  que estaba más bien al tanto de la cuidadora y buscaba excusas simpáticas para relacionarse con ella. ¿me pondría un poco de agua en un cubo please? o frases  por el estilo, mientras desde la cocina llegaba el olor del guiso a coliflor, tan poco atractivo, tan de diario , aunque quizá no lo suficiente como para afectar a las percepciones del albañil que no se si por compensar o por costumbre me avisaba a cada rato del enorme atractivo de la sudamericana.

Le debimos de caer bien a la señora Carmen, porque quiso encargarnos ya que estábamos por allí, unas contraventanas para la habitación de su cuarto. Bien señora tomaremos las medidas. Estaba en ello cuando vi arrinconadas dos contraventanas en el suelo, y pensé si la señora acumulaba contraventanas, o es que ya las había encargado a otro y no se acordaba.  No le haga caso, me dijo la chica sexi, es que la mujer las tira por la ventana. Por suerte no ha dado a nadie. No sabemos por qué lo hace. Viene la policía, y mentimos;  decimos que se han caído solas. Por el viento, por las vibraciones de la obra de al lado que se yo. Para que no se la lleven de aquí y no la alejen de sus recuerdos.

Subí al tercero derecha, a visitar unas humedades del techo. En ese piso vive  Esmeralda Rodriguez. Lo sé por los buzones.  Abre la puerta hasta la mitad, y me atiende desde ahí, con la cadena echada del cerrojo, y me interroga con mal humor, con dureza, con franca antipatía; entonces le explico que somos de la contrata, que va a reparar las zonas comunes del edificio y los desperfectos de las vibraciones. Ah!!!, entonces aparta la cadena, y me recibe con la actitud contraria, casi seductora, sacando  de ese cajón lleno de recuerdos que es la memoria, movimientos y expresiones de hace más de medio siglo, que quedan ahí dentro de ella. Pase, pase, está todo desordenado….No se preocupe, señora, no miramos, -digo de un modo absurdo-, porque decir no miramos, es imposible; hay que mirar con ojos de médico que mira una radiografía, mirar bien, ver qué pasa y averiguar de dónde vienen esas humedades. Avanzamos por el salón de paso hasta la habitación deteriorada. Aquel salón estaba lleno de bolsos y zapatos de piel, extendidos por los sofás, por el suelo y por las mesas invadiendo todo el espacio. Es que lo he sacado todo de la habitación por lo de la humedad, se explica. Toda una vida puede llegar a dar para muchos bolsos y zapatos. No sé, doscientos, trescientos… Era una imagen, increíble, obsesiva. Bolsos y zapatos de todos los tiempos puestos encima de las mesa del comedor, de las butacas, en la alfombra, como si se hubieran multiplicado solos. Fui sorteando los bolsos y los zapatos, como quien camina por las piedras de un río para no pisar el agua y llegamos a una habitación vacía y con una mancha de humedad en el techo bastante antigua. La humedad es del piso de arriba, le explico a la mujer, no es de las zonas comunes ¿ha hablado con el piso de arriba? Si  mi hija es  la dueña. Ah! pues reclame a su hija. Bueno, ya he reclamado pero es que vive lejos, se marchó al extranjero…. Venga usted otro día y le dejo las llaves del piso de arriba para que vea desde donde viene…. Ya no me quiso abrir más. En algún rato muerto subía al piso de Esmeralda y llamaba una y otra vez pulsando su timbre a ver si estaba. No le abrirá jamás -me avisó  la vecina de puerta que llegaba en ese momento desde el ascensor-. Esa señora no está bien. Me despierta por la noche diciendo que hacemos ruido, que no la dejamos dormir; ¡qué ruido voy a hacer yo que vivo con mi hija pequeña!. Es que confunde la realidad;  resulta que aquí hubo un burdel hace años donde ahora estoy yo alquilada  en este mismo piso, y había juergas, ruido, trasiego. Y ella se ha quedado ahí, sigue oyendo ruidos del pasado. Esta mujer no debería de vivir aquí, se pasa el día fastidiando a todos.  

Me ha parado por la escalera Felisa Santos, para que suba a su piso también por una gotera. Felisa es de un pueblo del páramo leonés y tiene un trato cordial y colaborador. Me abre la puerta de su casa, y avanzo con ella hasta el pasillo. Veo que en el salón, por mitad del espejo que hay encima de un aparador, una grieta recorre la pared de arriba abajo. Lo tenía en mi informe, pero ella no se había dado cuenta. Le explico el  problema mientras miro la grieta y también su imagen y la mía reflejada en el espejo. Me resulta extraño ver la grieta, mientras el espejo me devuelve su imagen, la de Felisa, con aspectos de ella que no había percibido antes, como si el espejo me hubiese devuelto su parte invisible, en la que aprecié un rostro diferente, como con el rastro de un dolor  antiguo.  La semana que viene se la arreglamos le digo intentando borrar en mi imaginación esa grieta y ver ya el espejo apoyado en la pared renovada; no puede ser, me voy al pueblo me explica con amabilidad  y con ganas de romper su soledad. Viene mi sobrino a recogerme, pasaré allí todo el verano. En verano se está bien, lo malo es el invierno. Es un frío muy duro. 

Salí al patio de la finca, que también estaba pendiente de  arreglos. Al salir  vi como caía el agua a chorros desde los tiestos de la ventana del tercero de Esmeralda hasta el piso de abajo. Caía agua y barro. Se asomó la vecina del segundo con bastante educación. Oiga! que me está poniendo perdida mi ventana con el riego de sus plantas. Entonces se asomó Esmeralda montando en cólera ante las quejas de su vecina, sacando su ira y llenándola de improperios a voz en grito con una fuerza sorprendente, que quedaba multiplicada por el efecto de resonancia del propio patio. Esmeralda  negaba los hechos, ella no mojaba a nadie porque su marido que en paz descanse en su día había puesto una chapa metálica  bajo el alfeizar para evitar el problema. Yo miraba como testigo mudo el agua caer, mezclada con el barro marrón y esa chapa que ella decía que debía de ser de hace demasiados años  pues estaba oxidada  y llena de tantos agujeros que la hacían absolutamente inservible.  

Después de unas semanas de trabajos, el edificio va recuperando su aire de nuevo, sobre todo por la pintura, con ese olor a estreno que tiene lo recién pintado. Con esa luz que toman los patios una vez arreglados y recientes. De tanto llamar a una y otra puerta los vecinos del bloque ya me conocen. También personas que incluyen en su rutina el ir por allí, como las hijas de la Carmen. Están tensas entre ellas, por ver como se organizan los turnos para cuidarla. No están del todo a gusto con la cuidadora sexi...
Veo los recuerdos de sus casas y de sus memorias. Las botellitas  de licor puestos en fila en casa Carmen,  la austeridad de Felisa como se si se hubiera traído el páramo a su casa, la exageración agria de Esmeralda, con sus bolsos y zapatos. La ansiedad de muchos por sacar algo más de la oportunidad de las obras comunes para algún arreglo privado,  siempre con ese  punto  de pequeño hurto, de querer sacar algo, como si algo les faltara, siempre buscando un límite extraño con las zonas comunes.

Han  quedado resueltas las fisuras, las grietas, las cosas de los años. Algún día los herederos  venderán las propiedades pero no sus recuerdos, aquellos a los que se aferran. En ellos habitan sus tierras de origen, sus infancias, el tesoro de sus infancias, al que muchos de ellos se aferran, como el caso de Felisa que en ocasiones me cuenta a tramos su vida, de un modo preciso sin recrearse nada más que en sus años de infancia en el pueblo, por donde corría y trepaba, y más tarde  el discurrir de la vida cuando llegaron hace medio siglo por aquí, a buscar una vida próspera.

Después de unos días tuve que volver para el acta de finalización. Había mucha gente por la escalera y trasiego. Esa mañana había fallecido  Carmen. Aún no la habían llevado al tanatorio y yacía como dormida en su habitación.  Pasé con el pintor que estaba rematando sus trabajos a expresar mis condolencias. Han sido unos meses  trabajando y quieras que no nos habíamos familiarizado.  La cuidadora sexi, también está triste. No sabe que va ser de ella. Tendrá que buscar nuevo trabajo. La mujer del segundo está por allí callada y triste. Habían sido amigas. La de los bolsos aparece sin ganas. Y las pequeñas corrupciones, los pequeños enfrentamientos  y la dureza de la soledad  se olvida por un instante.
Me he marchado comprendiendo que no era momento para revisar con el presidente el acta. Vuelvo unos días más tarde y ya resuelto el tema al salir me  encuentro con las hijas de Carmen y con un nieto ya casi entrado en los treinta, que ha venido desde Londres por lo de su abuela. Trabaja allí, de cualquier cosa a pesar de que tiene estudios.

Quiere que pasemos un  momento al piso para devolverme una herramienta que por lo visto han olvidado los operarios. Le acompaño mientras abre la puerta de la casa de Carmen, y pasamos al piso vacío pero recién renovado por las obras, y me detengo en el salón. Por curiosidad le pregunto acerca de las botellitas de licor, y me explica que su abuelo las fabricaba, y que con ese negocio salieron adelante cuando vinieron a Madrid desde un pueblo de Andalucía.  Me muestra la colección que ahí sigue en la estantería cerradas e intactas, Fui leyendo las etiquetas, mientras mi memoria me iba situando donde estaba yo en cada uno de esos años. Era referencias comunes,  botellitas del mundial de España del 82, de la boda de Carlos y Diana, de la olimpiada de Barcelona, que me iban situando velozmente por cada uno de eso años. El nieto de Carmen me devuelve la herramienta -un simple medidor láser- y le agradezco el detalle. Hoy en día la gente se lo hubiera quedado, le comento, valorando algo que hace años podría haber sido lo habitual.  Bueno, habrá que recuperar la honradez, si queremos salir adelante me dice el chaval. Este país está como está por apropiarse de lo ajeno, por todos y cada uno de los desfalcos que ha habido…. Tienes toda la razón, tan simple como estas dos frases tuyas ,le digo a este chico joven.


Marcho hacia el metro, después de mirar por última vez el portal y los buzones. El calor de Julio parece que empuja a la gente a la calle, a salir al barrio, fuera de casa. En la plaza, hay muchos emigrantes, mezclados con gente que da la impresión de ser gente de toda la vida de este barrio; es tarde, pero algunos niños andan jugando con un balón.  Muchos de los adultos están solos en los bancos, entretenidos y conectados con el mundo a través de sus móviles. A la salida del metro una mujer vende callada algo de mercancía apoyada en el pretil del metro. Bajo por las escaleras, y me quedo con la imagen de la señal de la estación, iluminada por unos focos;  mientras bajo los peldaños dejo pasar  esos pensamientos con los que empecé acerca de esa supervivencia de las casas, y me quedo  con la imagen de la parada en la mente, y como quien hablara solo, me sorprendo a mi mismo deletreando la palabra, el concepto, deletreando despacio pros-pe-ri-dad…. mientras yo bajo al subsuelo, a la parte menos visible de Madrid, al extraño límite de nuestra vida con la zona común.