De estudiante, me decidí a
llamar a Laura, compañera de clase a la que veía al salir del polideportivo de
cuando en cuando después de su entrenamiento de volei. A mí también me gusta el
deporte, y Laura, al contrario que otras, es de esas personas con la que te
sientes cerca enseguida. No se hizo la importante y le propuse ir a correr
juntos por la Casa de Campo. Pasé con ella la mañana, disfrutando del aire, del
pasear de la gente, de los pájaros libres por el aire. Corriendo llegamos hasta el lago y allí en el escaso borde del
mismo nos sentamos un rato. No sé qué
tienen los lagos que inspiran y reflejan la imagen exacta de lo que uno lleva
dentro, no solo el rostro y el cuerpo sino también lo que se aloja en nuestros
deseos. Cada uno teníamos ya nuestros
proyectos propios, vidas que deseábamos vivir llenas de ilusión, en las que al
contrario que en nuestros deportes, no quedaban marcadas por ningún reto
concreto ni objetivo a corto plazo, sino que bastaba la fuerza inexplicable del deseo para
que el futuro fuera simplemente una prolongación más de nuestra imaginación.
Me encantaba la agilidad de Laura, su facilidad con los
deportes, ese atreverse con todo y esas ganas innatas de aprender. A lo lejos,
vimos el Parque de Atracciones, y nos miramos con una sonrisa cómplice de años
atrás. Me pidió que le enseñara a hacer
un flic-flac y accedí sin reservas. Me gustaba
que no tuviera miedo. Era coordinada y casi no costó. Con mi brazo la sostuve
unas décimas en el aire, en la que ella se sintió transportada a la
infancia. Creo que ver el cielo, apoyada
en mi brazo resultó algo nuevo, algo diferente que parecía confundirse con cierta felicidad.
Aquel día ambos, nos contamos lo que queríamos vivir, desde esa amistad que nos
unía, como si la vida por delante fuese infinita, sin comprender bien que a
veces lo más importante puede ser solo un segundo o incluso una décima….El
lago y su presencia parecían pedirnos algo más, pero el hecho de su
artificialidad le daba un aire poco creíble. Quizá expresaba bien la relación creada
entre nosotros, donde no acaba de encajar prometerse nada. Nos conocíamos de
modo intuitivo cosa que hacía tranquila nuestra relación, sin demasiadas
sorpresas. Sin embargo, había un punto de atracción poco explicado, no exenta
de una leve indefinición de la que ambos éramos conscientes. También de su insuficiencia para sostener una
relación más allá de la amistad, y a la vez también la sensación de que algo
entre nosotros sobrepasaba esa palabra. Allí,
en el lago, sabíamos que no nos convenía ir más allá, y que lejos de beneficiarnos,
aquella relación podía volverse en nuestra contra.
Así que ambos quedamos en
aplazar aquella relación sin nombre, vernos después de años, una vez realizados nuestros sueños más inmediatos,
materializadas de una manera u otra aquellas vidas que imaginábamos. Vernos, mirar el Parque de Atracciones desde la Casa de Campo, ver la noria
elevándose por encima del perfil de las pinos y recuperar esa sonrisa sana y liberadora de cualquier reproche.
Y así lo hicimos. Al vernos
después de tanto tiempo vimos el río y su entorno ahora renovado. Solo podíamos pensar que por allí debimos de
estar o de correr, procurando identificar con nuestro recuerdo muchos sitios
que ya no estaban o que habían cambiado. Las fabricas medio abandonadas de entonces que ahora habían sido
restauradas. Las zonas degradadas e incómodas del río, ahora acondicionadas.
La Ermita de la Virgen del Puerto, que siempre estaba cerrada, ahora abierta y
luminosa recortándose contra el azul del cielo. Un coche reluciente y con flores en las puertas avisaba que dentro
había una boda. En el reflejo del coche
aparcado y vacío, vimos nuestros rostros
ya maduros. Los perfiles de la ciudad.
Casa Mingo. San Antonio de la Florida, con sus frescos que representan la
resurrección de un muerto que se necesitaba para testificar en un juicio. Ahí seguían, como un palo al que agarrar
nuestros paseos, nuestras incursiones en la bici, las carreras por la Casa de
Campo donde nos poníamos en forma…
También nosotros habíamos
cambiado solo el agua seguía más o menos igual. Ahora mejor tratada, más
cuidada. Nosotros no podíamos renovarnos tanto, y sin embargo, como quien
aguanta una carrera, con la respiración un poco alterada, nos apoyamos
mutuamente el uno en el otro para no caernos, y con cierta emoción le dije: «hemos
resistido». Poco a poco recobramos el aliento, vimos de nuevo la noria,
arranqué una flor amarilla, se la di y ella echó despacio los pétalos al río, y juntos los vimos marchar.
Cerca paseaban chavales
adolescentes, había skaters, gente que ensayaba bailes, hip hop, break... Era
primavera. Algunas parejas, parecían haber parado la marcha y el tiempo en un
beso eterno.
Vimos los pájaros y muy a
lo lejos los pétalos que Laura había arrojado.
No queríamos vivir de ningún
recuerdo.
Vimos el río, tenue,
conducido, tranquilo….le propuse a Laura que se lo imaginase en una crecida,
desbordándose, tras días de lluvias torrenciales…Ese desbordamiento, Laura
¿sería el amor rompiendo y superando los compartimentos del deseo?
Con la pregunta en el aire
iniciamos una carrera hasta los rebosaderos; en la dársena estaban flotando aún los pétalos esparcidos,
sugerentes, esperando a que el caudal subiera y se los llevara definitivamente.
El sonido del agua nos envolvía en un espacio diferente, y apoyados en el pretil del puente en un instante comprendimos
a la vez que después de ese tiempo
vivido, lo más importante de nuestras vidas iba a ser solo un segundo, un desbordamiento, un segundo de aquella mañana de primavera donde la naturaleza
incansable quería renovarse eternamente.