El
color es una experiencia, un regalo, que hay que buscarlo lejos del humo,
lejos del gris, lejos de la prisa.
El
sol, al perderse por el mar, te regala unos minutos en los que la arena se
vuelve dorada, los reflejos del agua duplican la riqueza de matices de las
piedras del acantilado, envolviendo de color la última hora de la tarde.
Es
el adiós del día en la plenitud constante del mar. Un adiós amarillo. Las
pisadas doradas en la arena, el acantilado lleno de matices, las sombras
alargando el volumen de la piedras, la lentitud del sol, la lentitud del color,
como si todo pesara menos.
También
uno queda inmerso en esa luz especial de
plenitud al despedir el día. La luz dorada sobre la arena, transforma el
paisaje, haciéndolo diferente del que hacía un rato habíamos visto de otra manera.
Dicen que al ponerse el sol en el mar se
puede llegar a ver un rayo verde. Y que en ese instante nuestros propios
sentimientos y los de las personas con las que compartimos ese momento se
revelan. Yo sospecho que al igual que el paisaje que antes tenía una luz y
luego otra puede que no solo se pongan de manifiesto sino que también se
transformen, cambiando en nuestro interior el aspecto de nuestra arena, nuestro
mar, nuestras huellas, nuestros acantilados...
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