Oporto es una ciudad donde
los tiempos van distribuyéndose con naturalidad por las laderas que bajan hacia
el río, dejando su huella y su hacer por unas calles que día a día, año a año,
siglo a siglo, han ido formando y conformando esta ciudad tan bella que aún
conserva la magia del potente lugar natural que tuvo antes de ser ciudad, la
fuerza del destino de estar situada a orillas del final de un río, y a la vez a orillas del
mar. Al ir pisando las piedras grandes de granito desgastado, uno tiene la impresión de pisar mucha historia,
tiempos diferentes que conviven haciendo posible el presente de esta ciudad que
tiende a conservar y dejar ahí lo realizado de otras épocas dejándote sentir mentalidades y formas que perviven a través de sus calles y de
sus plazas; etapas de las artes y de la historia que nos han ido llevando hasta
hoy, hasta el presente de estos días lluviosos y templados en la ciudad
portuguesa que vive su día a día de un modo tranquilo y silencioso a orillas
del Duero, donde el río ya se pierde y se ensancha confundiéndose despacio
y sin prisa con el mar.
Inés, la mujer que nos ha
recibido para acomodarnos en el apartamento alquilado a través de una web, es
una joven mujer atractiva, y nos ha ido explicando sobre un plano que es lo
que recomienda ver en la ciudad. Tiene una conversación muy agradable, y en su rostro refleja un entusiasmo por las cosas de
aquí que le gustan, y rápidamente deja caer también las que no le convencen. Es
muy comunicativa, y conoce muy bien la ciudad y su historia transmitiéndonos con naturalidad su interés por los temas relacionados con el arte y las posibilidades culturales de aquí; nos ha hablado de algunas calles con
encanto, como alguna que nos señala en el plano, de casas que fueron habitadas
por ingleses en la época en la que se asentaron en esta ciudad con la industria
del vino, y de las que quedan esas calles con casas con muchos detalles de
hierro excelentemente trabajado, de hierro fundido con rejas románticas, con
balcones, portones de garaje, que son piezas artísticas en sí mismas. Piezas ya
industriales, repetidas, pero llenas de encanto. Me atraen esas calles, quizá
más que visitar un museo cualquiera, y puede estar bien empezar por ahí. Es el punto de comienzo de
unos días de disfrutar de esta ciudad, de experimentar sensaciones y esa mezcla tan atractiva de tiempos antiguos y modernos a la vez
hablándose unos a otros. Esas calles quedan cerca del apartamento, un barrio no
lejos del centro, pero por suerte no excesivamente turístico, y donde la vida
urbana de las personas toma un aire habitual y cotidiano, con sus tiendas de
verduras a mano, sus panaderías artesanales con bollos y dulces, sus tiendas
con un poco de todo en la que lo mismo encuentras aceite, vino o fruta con muy
buena calidad aunque los locales estén descuidados y desgastados por el tiempo
y la humedad. Ese pulso del barrio, de la vitalidad normal, a mí me gusta, me
atrae, mezclarme y comprobar esa simultaneidad de los tiempos en el planeta, de
los infinitos barrios del mundo, de vida normal y corriente y para mi llena de
atractivo. Puede que uno sienta una época ya pasada o vivida en el tiempo, pero
me hace pensar en las cosas buenas que se pierden en el mundo actual, como es
tener buenos productos frescos de alimentación a mano, a precios asequibles. De
no depender todo el día del coche, de la atención de las personas, de ser parte
del barrio, del mundo del pequeño comercio, de personas, en vez de máquinas
cobrándote y deseándote buen viaje.
Al
sentir a la vuelta de la esquina ese pasado que para mí ya es lejano, me vienen a la mente las observaciones
en este sentido del escritor portugués José Saramago uno de los autores que más
ha incidido en este asunto, y que en su novela “La caverna”, a través de una historia sencilla venía a
llamar la atención sobre la pérdida de
los puestos de trabajo artesanales y del pequeño comercio, en aras de los
beneficios de las grandes superficies, y las consecuencias nefastas que iba a
tener esta concentración de la actividad económica sobre el empleo. Le añado el
valor de estar escrita hace ya catorce
años, cuando la falta de empleo no era una preocupación generalizada en Europa,
y cuando nadie preveía que iba a pasarse de una sociedad de casi pleno empleo a
otra con tan lamentables cifras de paro como las que tenemos ahora. Aquí, aún
se conserva alguna calle con mentalidad anterior a los cambios que se han
producido en todo el sur de Europa en los últimos años, y justo aquí en Portugal,
uno puede sentir como positivo la pervivencia de tiempos que en algunos sitios
ya han cambiado. Tampoco soy yo de los que piensan que cualquier tiempo pasado
fue mejor, no lo veo así; se trata de algunas cosas que estaban bien o mejor antes
y que sería bueno no perderlas, como el reparto del empleo, la calidad de los productos de
diario, lo artesanal de muchos productos y servicios hechos con amor al oficio
que han ido perdiéndose en aras del beneficio lucrativo de unos pocos.
Caminamos hacia la calle que nos ha recomendado Inés,
pero ya es de noche y a la luz de las farolas dispersas de la calle empinada
que quiere perderse en el final del Duero, distingo los brillos de los azulejos
verdosos, y el hierro tan profuso en muchas zonas del Oporto antiguo, cuando
las casas se hacían con más balcones que pared. Y después de un rato caminando,
ya apetece cenar y vemos un restaurante
en esa misma calle empinada y bastante poco iluminada, con un local desde el
que no se intuye nada de lo hay dentro; un pequeño escaparate a media altura de no más de
un metro, con una figura de un cocinero de escayola blanca, junto a un
taburete sobre el que hay una pequeña barrica de vino, y algún que otro objeto
a modo de bodegón extraño; al lado una puerta estrecha llena de fotos muy
desgastadas de diez o doce platos habituales ocupando cada uno los cristales
pequeños de los cuadrantes de la puerta, algo desleídos en el tiempo, como si alguien
los hubiera puesto en la época de las primeras fotos en color llegadas por
aquí, sin que nadie se hubiera molestado en reponerlas. “Le chien qui fum” aparece en el cartel de chapa
pintada encima de la puerta, junto con un perro de hierro oxidado que fuma una
pipa, y en el hueco de la pipa una bombilla amarilla como reclamo surreal del
local; la inercia de la calle y de la cuesta nos hace pasar de largo, pero no
vemos otro restaurante cerca, y el
hambre nos anima a frenar, a retroceder unos pasos, y a abrir la puerta que da
a esa calle algo extraña de acento
británico del plano de Inés y a ver lo
que hay dentro de “le chien qui fum.”
Un primer vistazo, hace pensar que lo visto en el escaparate no se corresponde con
el interior, y que puede estar bien cenar ahí, así que nos arriesgamos; aún es pronto, falta algo para las ocho. Una
japonesa está sola sentada en una de las primeras mesas del local, cerca de la
puerta, cenando ya… Un camarero, de mediana edad , vestido con traje de
camarero, algo serio, y algo contrariado, nos pregunta si tenemos reserva. Le
decimos que no, y nos hace pasar a una zona posterior del local, atravesando un
arco y un pasillo estrecho que queda pegado a la barra. Quita el cartel de
reservado de una mesa y listo, nos acomoda sin mayor problema en el restaurante
casi vacío. Una pareja joven, está al fondo en una esquina, y nos miran como procurando
adivinar de donde somos. El camarero, poco a poco va haciéndose más cercano. El
local está lleno de chismes por las paredes, muchas fotografías en blanco y
negro, algunas con una pátina de desgaste producida por el tiempo que les ha hecho perder tanto la
fuerza de los blancos como de los negros, como fotografías desgastadas de un
periódico viejo; son imágenes muy antiguas de gente por la ciudad; una mujer
haciendo la compra en un mercado ante unos sacos de patatas con los precios en
escudos, una vista de la ciudad de hace años, un arco y alguien caminando con
esas vestimentas más viejas que intemporales; vienen firmadas por un nombre
portugués, y me recuerdan a esa mágica época de la fotografía en blanco y
negro, cuando los fotógrafos captaban instantes cotidianos de la vida de las
personas en la ciudad un poco a lo Cartier-Bresson. Entre las fotos, en el poco
espacio que queda libre hay un reloj de pared
con péndulo, que queda como testigo también de una modernidad de su época que
ya quedó antigua. Al fondo, en la
esquina opuesta a donde estamos, la puerta de la cocina entreabierta y desde la que se
adivinan los fuegos, el vapor de las cacerolas cociendo algo. Las paredes con
zócalo de azulejos iluminadas por unas lámparas,
que toman la silueta de diversos
animales que fuman con pipas; un lobo, un perro, hechos en una especie de
hojalata vieja…con la bombilla en la punta de la pipa como originales lámparas
surreales y de una creatividad apañada y extraña. El silencio de la sala,
solo roto por los pasos del camarero de la cocina a la sala, y de la sala a la
cocina, produce una sensación misteriosa en el local tan vacío. Un silencio que inunda las paredes y que de repente queda roto por la campanada
del reloj de pared del año de la tana que hace que nos entre una risa surreal, haciéndonos sentir una especie de viaje en el tiempo hasta la época de nuestra niñez.
Pero “le chien qui fum”, es
un local donde la comida está muy bien. Es una comida de toda la vida pero con
productos buenos, la sopa de verduras, el pescado fresco, las omelettes…el camarero
va familiarizándose. Nos sirve un vino estupendo sin pretensiones de marca. En
breve el local se va llenando, grupos de amigos de allí. Algunos turistas
ingleses. Diversos idiomas y lugares, en este local en la calle de hierros
ingleses, con nombre francés, y perdido en el tiempo por dentro. Disfruto leyendo
la carta, los nombres portugueses, la sopa de legumes, la francesinha, las omelettes….
No está traducida. No hay demasiados detalles que me hagan ver que estoy en el
año actual. Quizá solo la ropa, los turistas, nosotros sentados, los móviles….
Saboreo despacio los sabores, de una comida sencilla pero hecha con materiales
nobles. El camarero, ha ido in crescendo, y nos va comentando cosas con una amabilidad
que había permanecido oculta, como un as guardado en la manga. Al salir ya del
local, en el pasillo estrecho que une las dos estancias, veo que en las paredes tienen enmarcadas algunas referencias recortadas de periódicos y revistas como
un local recomendado en las guías de la
ciudad. Lo hemos encontrado al azar, que es lo divertido. Todo parece azar, en
esta ciudad que vive al final de un río.
Donde se mezclan el agua dulce con la salada. Donde se mezclan los tiempos de
los hombres, los estilos, donde perviven los buenos sabores. Donde el río, te
deja claro que todo fluye, que todo pasa. Donde lo antiguo y lo moderno conviven
a pocos metros, encontrándose sin miedo. Donde lo europeo, lo cosmopolita, vive
su vida, mientras que lo local, hace su trabajo. Donde convive una idea y la
contraria a un solo paso, solo unidas por el aire, por la lluvia, y por el
agua. Donde, nada me aburre, porque se deja ser a las cosas, y porque esa
ausencia de dogmatismo y de uniformidad hace que nada se repita más de lo
necesario. Donde uno percibe que tiene unos días y una ciudad por delante,
dispuesta a dejarse recorrer, con más ganas de ser sentida y vivida, que de sólo dejarse conocer.
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