“La prisa se opone a
la ternura. No hay ternura apresurada…” J.A. Marina
Nos costó bastante encontrar la barbería en aquel pueblo
perdido. Ningún letrero ni reclamo publicitario la acababan de distinguir con
nitidez del resto de las casas. Después de preguntar dos o tres veces dimos finalmente
con ella. El barbero, un hombre de mediana edad, de voz profunda grave y varonil, estaba en ese momento ocupado
cortando el pelo a un cliente. Otro esperaba sin aparente prisa, con ese estar
sin más que se da en algunos pueblos, especialmente en los del sur de la
península. Le pregunté si podía cortar el pelo a nuestro hijo y nos indicó que volviésemos
en dos horas, ya a primera de la tarde. En apenas unos días de trasladarnos a vivir
a aquel pueblo, nos habíamos acostumbrado a la falta de inmediatez a la hora de
resolver las necesidades cotidianas, de modo que volvimos de nuevo. Tampoco había elección.
A la vuelta otros dos clientes se habían adelantado y esperaban en la puerta
acristalada que aún permanecía cerrada formando parte de un frente de local
realizado con más esmero que recursos, materializado en el cuidado de la
proporción en el despiece de las carpinterías,o en la cuidada elección de un tono
verde marino oscuro de las mismas. Tras
una hora de espera nos llegó el turno. Comenzó el corte con oficio tomándose su tiempo, sin ninguna prisa. Como
no me apetecía leer ninguna revista saqué un libro con el que andaba aquel
tiempo, “El cielo de Madrid” y avancé unas páginas. A ratos miraba la imagen que el espejo me devolvía del
barbero, deteniéndose en cada corte, sin forzar la productividad más de lo
necesario en aquel pueblo perdido donde el tiempo no contaba igual que el
tiempo de la ciudad.
“Se parece a mi padre”, me dijo mi esposa. “A la foto de
mi padre que ha estado tantos años en casa. Nunca había visto a alguien tan
parecido”. Por la edad no podía ser el padre de mi esposa, fallecido hacía
muchos años cuando ella era pequeña. Aquella muerte, tenía un punto de tabú, de
apagón en la memoria familiar que sin embargo mi esposa tomaba con una
naturalidad nada afectada ni traumática; sin embargo, a veces su tendencia a hilar las tramas perdidas le
conducía a ciertas preguntas, a interrogarse porque en su casa se había
mantenido una distancia tan antinatural, entre el mundo de los vivos y el de los
que no lo están.
El barbero tenía una niña pequeña de apenas dos años a la
que tomaba fotos con una máquina pequeña y desfasada de vez en cuando interrumpiendo su tarea. La abuela, una señora mayor y menuda, vestida de negro y de pelo cano
cuidaba de la niña, apenas ocupando espacio, en dos sillas pequeñas y bajas que
quedaban frente al ventanal del local. La niña sonreía unos segundos, manteniendo
el gesto durante el tiempo que el barbero tardaba en tomar su cámara y
fotografiarla; mientras la abuela, la miraba con ilusión y ternura. Luego
volvía cada uno a su mundo. La abuela a dar atención a su nieta, el barbero a
su tarea.
Yo veía a mi hijo pequeño de espaldas, en la silla del
barbero, mientras le cortaban el pelo y también su rostro a través del espejo a
la vez que el barbero lo iba descubriendo y despejando. Ambos reconociendo una
cierta familiaridad en su rostro, en la forma de la cara, en el pelo, que
estaba cortando, y que caía al suelo con esa dejadez lenta con la que cae el
pelo recién cortado. El se miraba a su vez, sin tener del todo clara la
consciencia de que estaba dejando de ser niño y empezaba su adolescencia en
esos meses.
Al llegar a casa comprobé entre las cajas de libros y
objetos que habíamos traído y que aún estaban por desembalar, que se encontraba
el álbum familiar de fotos de mi esposa de cuando ella era pequeña. Me detuve
en algunas imágenes en las que ella sonreía en esa edad cercana a los dos años
y crucé mi mirada en el espejo de la sala con la imagen de su padre tomándole
cada foto concreta, mezclado el aspecto y la voz del barbero que habíamos
conocido aquella tarde con la imagen paterna
en blanco y negro de un marco de plata que siempre había estado en su casa
materna, deteniéndose con una cámara antigua en el rostro de su hija pequeña que
aprendía a sonreir.
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