domingo, 17 de abril de 2016

La otra orilla (cuento)

Durante el cambio que se produce poco después del paso del invierno a la primavera, -esa frontera de la luna llena que marca el transcurso de la Semana Santa- estuve bajando a comer a un chiringuito en la costa que tenía la vocación de querer adentrarse en el mar, flotar o sujetarse  como un palafito, porque una vez sentado allí dentro, solo se veía agua y espuma, con un oleaje algo revuelto y desordenado que recibía y a la vez reflejaba  una luminosidad casi material, tamizada por unas sencillas esterillas que conseguían  un ambiente protegido del exceso de luz con una eficacia sencilla y agradable. También pude disfrutar del sabor, -que siempre mejora fuera de la ciudad y fuera de la prisa- y allí, mezclado con la naturaleza y con bastante más gente, pude apreciar unas sensaciones placenteras y flotantes  que la naturaleza regala en algunos enclaves, sobre todo si en estos el ser humano que trabaja o vive, habita de un modo en el que la naturaleza juegue a su  favor y no en su contra.

Al cuerpo le basta  un simple chiringuito en los paraísos naturales, hecho con materiales cercanos y sencillos como la madera de la viguería del techo o del suelo, las esterillas de caña en las ventanas, o aquello que queda mano en la naturaleza, y mientras uno se une al alcohol del vino o al sabor fresco del atún rojo, a  las ensaladas con marisco y aguacate , al aceite de oliva o  la intensidad tan vitalista del tomate, uno queda mezclado con  lo que la naturaleza ofrece, comiéndose también color y luz contenida en cada sabor maduro, en cada sorbo de vino frío de un rosado que me animé a probar.  Supongo que siempre se está a tiempo para  poder descubrir paraísos naturales y elementales .¿quién no ha podido sentir la plenitud de un sabor cerca del mar y de sus recuerdos? ¿Quién no ha sentido la plenitud de una canción o de la vida misma? Sombra del paraíso llamaba un poeta a esta tierra (o a este mar) una vez alejado de  ella, ¿o quizá se refería solo a su niñez? Quizá que las dos cosas juntas. La niñez mezclada con una tierra que fue un paraíso natural. 

Las parejas o amigos que comen y conforman ese ambiente en el que uno se mete- como quien se mete en el mar- charlan de sus cosas, de sus proyectos, sus impresiones, conviven comparten, alrededor de la comida, mientras el oleaje que queda fuera, le hace a uno sentir vivo, inmerso de verdad en algo. ¿Y si el mundo fuera recién creado? ¿y si nuestras células al igual que los cerezos  resucitara en cada primavera? ¿Si el paraíso no estuviera sólo en el pasado y en la literatura sino en el presente o él futuro también? La vida en el chiringuito prosperó unos días más. El sábado vino por allí un cantante, que recreaba canciones del pasado, con una voz y un deje que quedaban bien en el ambiente flotante, entonando el guantanamera, guajira… cambiando ligeramente el ritmo y adapatándolo a su modo. 

Entonces aunque estuvieses comiendo en las mesas, no se si británicas o españolas, madrileñas o andaluzas, la gente instintivamente cantaba a la vida, al vivir, quizá a un sentimiento de alegría, y se oía alguna mesa entera coreando  guantanamera….sin mayor pretensión  que cantar, y viajar, con ese revuelo que la primavera suele traer a la sangre o a las hormonas, celebrando la vida.

Flotar….a la vez que íbamos perdiendo la gravedad de las cosas. No creo que nadie hablara demasiado en serio de sus problemas, de modo que el cuerpo, (cada célula) necesitaba su dosis de bienestar, de integración en el paisaje, de ser y de sur. No sé a qué hora fue, pues prolongábamos la sobremesa apurando el bienestar sin ninguna prisa ni consciencia, que sin darnos cuenta el chiringuito había perdido su anclaje al firme e iba avanzado en el mar, y  ahora veíamos el agua por las dos ventanas, la que daba al sur y la del norte, convirtiéndolo en una improvisada balsa, mientras las versiones continuaban su curso, con una voz cadenciosa, indeterminada, algo del acento canario, con dulzura… Una vez ahí con el mar por los cuatro costados, nos dimos cuenta de que todos éramos compañeros de viaje. Entonces empezamos a conocernos. A saber unos de otros con esa magia de los viajes. Los ingleses estaban encantados de romper su aislamiento ancestral y contactar con nosotros, de saber algo más, de las historias de nuestras vidas. Y de desconocidos que compartíamos la atmósfera y los sonidos pasamos a ser conocidos. Recordé muchos barcos navegando hacia algún lado, los barcos que huyen de algo, y a la vez con los que sueñan con algo. Me vino a la memoria el  Winnipeg  entre otros. Y girando lentamente llegamos a la otra orilla, a la que quedaba enfrente –mar por medio-de nuestro pequeño paraíso, en donde amarramos aquel empalizado. Seguíamos en lo mismo, pero ahora veíamos la península  desde el sur. El sol nos entraba por nuestras espaldas. El sabor , el vino, la alegría no mermaron, aunque empezamos a añorar nuestro punto de origen. Nos instalamos como emigrantes llevados por la deriva de las cosas, el deje de las canciones, la posposición de todo trabajo. El descanso o la paz.

Y decidimos  volver adonde habíamos partido.

Como siempre, aquel mundo que habíamos vivido, al igual que la niñez, ya no estaba. 
  
Tampoco nosotros éramos los mismos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario