domingo, 7 de febrero de 2016

trayectos.

Algunos tramos de la vida son inseparables de los trayectos, los tiempos empleados para ir de un sitio a otro, los escenarios por los que pasábamos hasta llegar al instituto, a la universidad o más tarde a nuestro primer trabajo. Aquellas primeras decisiones que tomábamos, elegir estas u otras asignaturas, apuntarse o desapuntarse a un deporte, ganarse un dinero con alguna actividad, o elegir unos estudios universitarios u otros, iban a configurar aparte de la sustancia de nuestras elecciones, unos determinados trayectos que íbamos a repetir durante muchos días en una ciudad que como nosotros mismos estaba destinada a ir transformándose a través del tiempo. Todo cambiaba con rapidez, y cada año tenía un ritmo, aunque no lo percibiéramos entonces, como no se percibe ni el crecimiento ni el deterioro de nadie en un solo día,  sin ser conscientes del cambio en el que estamos inmersos ni del posible futuro de  la ciudad o de nosotros.

De aquellos trayectos urbanos en los que uno atravesaba tiempos y espacios, barrios y  mundos que aquellas decisiones nos habían obligado a atravesar, iba quedando en la memoria un  Madrid que se iba conociendo y descubriendo desde paradas de metro, paradas de autobús o caminando mientras uno iba haciéndose con una ciudad que recuerdo envuelta en un gris urbano de días nublados y de asfalto mezclados con esa tonalidad neutra que se esconde en el interior de la piedra de nuestra sierra. El hormigón con sus capas sucesivas del humo de los coches de Cuatro Caminos, aquella mole de puente que en su momento había sido una solución aceptada y moderna, la recuerdo más bien por el espacio sombrío que dejaba la parte inferior de la losa del  puente, con aquel giro de autobús que yo tomaba hasta Moncloa y desde allí a la escuela de arquitectura esperando un tiempo parado bajo aquel puente hasta que arrancaba. Cuatro Caminos, era un lugar que recuerdo por su tienda de discos, con aquella  artisticidad de las portadas expuestas en aquel pequeño escaparate, que contrastaba con la dureza de aquellos soportes del puente que como muchas otras paredes y calles de aquel Madrid servían de base y de soporte para las diferentes ideas, de reclamo de una efervescencia cultural plagada de eventos y conciertos musicales. Aquel Madrid, era un Madrid donde aún el pensamiento y la dialéctica ocupaban un espacio físico y tangible, antes de que la prepotencia del dinero, la soledad del egoísmo, o la vaciedad del descerebramiento hubieran llegado al día a día de ese espíritu de los tiempos que más o menos trae consigo cada década. 


Apenas queda nada de los vinilos, del vidrio que separaba el deseo de un disco, y la posibilidad de comprarlo por un dinero que para un joven siempre era mucho. La lenta desaparición física del  papel de la prensa, o del protagonismo propio de los cafés y sus conversaciones de cualquier bar de Madrid, mezclándose las capas de humo y de carteles  sobrepuestos contra el hormigón de aquel puente, en el que recuerdo un día de lluvia resguardándose bajo su losa  a un Alfonso Guerra de la época progre arengando contra la entrada en la OTAN con el ambiguo lema de “OTAN de entrada no”. Unos meses después, Guerra y González, asomados a la ventana alta de un hotel habían llegado al poder. A partir de ahí,  la historia ya fue otra. Los trayectos tomaron sus giros como aquellos autobuses en Cuatro Caminos. Y la gente siguió madrugando, yendo al trabajo, los carteles poco a poco fueron perdiendo su materia, la yuxtaposición de unos contra otros haciendo de sus capas un gramaje denso de mensajes o de imágenes sobrepuestas de mensajes políticos, conciertos, ofertas de viajes universitarios…. Los discos poco a poco fueron desapareciendo, perdiendo peso los cines, las películas de pensar, las librerías, para ir desembocando en el mundo virtual y más plano y lleno de gafas y de ópticas de nuestra ciudad ahora turística que va rescatando cada año, un tramo antiguo, una esquina, una moldura ecléctica que el desprecio de los setenta y los ochenta tendían a olvidarlos como quien lanza a la invisibilidad  un pasado contra el que combatió.  

En aquellos trayectos urbanos, un arquitecto en ciernes, observaba la ciudad, la lectura de sus edificios deslumbrándose por unos hitos modernos en los que casi nadie se fijaba, inmerso en esa especie de religión de la arquitectura que deja sus señales en la ciudad como los hechos sagrados de un mesías en el evangelio. No creo que reparara demasiado en aquel puente y la  mole gris del hormigón urbano que  un buen día desapareció. Aquel escenario inevitable de los trayectos de parte de tu vida, de repente cambia como quien cambia los azulejos de una cocina o la distribución de una casa y no acaba de reconocer el espacio en el que ha repetido muchos trayectos. El espacio cambia y desparece el artefacto de un tiempo, que vuelve a dejar los balcones del primero y del segundo piso de los edificios en su dignidad original con el mismo poco ruido que previamente los había dejado a ras del humo de escape de los coches. Años después Cuatro Caminos volvió a tomar ese toque urbano y metafórico que uno gusta percibir en la ciudad…son los trayectos, la vida, los giros, los autobuses…los tiempos muertos que no lo son, en los que nos fijamos en nuestro entorno, en la configuración de nuestras calles, en decisiones que nos llegan a veces en las paradas inclinando la balanza de nuestra voluntad para  apuntarse a algo o desapuntarse, para pasar a ser parte de tu ciudad, viajando en la inercia de nuestras propias decisiones,  ocupando la mente en lo que fuera en aquellos tiempos muertos hasta que el autobús arrancaba…

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