Algunos
tramos de la vida son inseparables de los trayectos, los tiempos empleados para
ir de un sitio a otro, los escenarios por los que pasábamos hasta llegar al
instituto, a la universidad o más tarde a nuestro primer trabajo. Aquellas
primeras decisiones que tomábamos, elegir estas u otras asignaturas, apuntarse o
desapuntarse a un deporte, ganarse un dinero con alguna actividad, o elegir
unos estudios universitarios u otros, iban a configurar aparte de la sustancia
de nuestras elecciones, unos determinados trayectos que íbamos a repetir
durante muchos días en una ciudad que como nosotros mismos estaba destinada a
ir transformándose a través del tiempo. Todo cambiaba con rapidez, y cada año
tenía un ritmo, aunque no lo percibiéramos entonces, como no se percibe ni el
crecimiento ni el deterioro de nadie en un solo día, sin ser conscientes del cambio en el que estamos
inmersos ni del posible futuro de la
ciudad o de nosotros.
De aquellos trayectos urbanos en los que uno atravesaba tiempos y espacios, barrios y mundos que aquellas decisiones nos habían obligado a atravesar, iba quedando en la memoria un Madrid que se iba conociendo y descubriendo desde paradas de metro, paradas de autobús o caminando mientras uno iba haciéndose con una ciudad que recuerdo envuelta en un gris urbano de días nublados y de asfalto mezclados con esa tonalidad neutra que se esconde en el interior de la piedra de nuestra sierra. El hormigón con sus capas sucesivas del humo de los coches de Cuatro Caminos, aquella mole de puente que en su momento había sido una solución aceptada y moderna, la recuerdo más bien por el espacio sombrío que dejaba la parte inferior de la losa del puente, con aquel giro de autobús que yo tomaba hasta Moncloa y desde allí a la escuela de arquitectura esperando un tiempo parado bajo aquel puente hasta que arrancaba. Cuatro Caminos, era un lugar que recuerdo por su tienda de discos, con aquella artisticidad de las portadas expuestas en aquel pequeño escaparate, que contrastaba con la dureza de aquellos soportes del puente que como muchas otras paredes y calles de aquel Madrid servían de base y de soporte para las diferentes ideas, de reclamo de una efervescencia cultural plagada de eventos y conciertos musicales. Aquel Madrid, era un Madrid donde aún el pensamiento y la dialéctica ocupaban un espacio físico y tangible, antes de que la prepotencia del dinero, la soledad del egoísmo, o la vaciedad del descerebramiento hubieran llegado al día a día de ese espíritu de los tiempos que más o menos trae consigo cada década.
Apenas
queda nada de los vinilos, del vidrio que separaba el deseo de un disco, y la
posibilidad de comprarlo por un dinero que para un joven siempre era mucho. La
lenta desaparición física del papel de
la prensa, o del protagonismo propio de los cafés y sus conversaciones de
cualquier bar de Madrid, mezclándose las capas de humo y de carteles sobrepuestos contra el hormigón de aquel
puente, en el que recuerdo un día de lluvia resguardándose bajo su losa a un Alfonso Guerra de la época progre arengando
contra la entrada en la OTAN con el ambiguo lema de “OTAN de entrada no”. Unos
meses después, Guerra y González, asomados a la ventana alta de un hotel habían
llegado al poder. A partir de ahí, la
historia ya fue otra. Los trayectos tomaron sus giros como aquellos autobuses
en Cuatro Caminos. Y la gente siguió madrugando, yendo al trabajo, los carteles
poco a poco fueron perdiendo su materia, la yuxtaposición de unos contra otros
haciendo de sus capas un gramaje denso de mensajes o de imágenes sobrepuestas
de mensajes políticos, conciertos, ofertas de viajes universitarios…. Los
discos poco a poco fueron desapareciendo, perdiendo peso los cines, las
películas de pensar, las librerías, para ir desembocando en el mundo virtual y
más plano y lleno de gafas y de ópticas de nuestra ciudad ahora turística que
va rescatando cada año, un tramo antiguo, una esquina, una moldura ecléctica que
el desprecio de los setenta y los ochenta tendían a olvidarlos como quien lanza
a la invisibilidad un pasado contra el
que combatió.
En aquellos trayectos
urbanos, un arquitecto en ciernes, observaba la ciudad, la lectura de sus
edificios deslumbrándose por unos hitos modernos en los que casi nadie se
fijaba, inmerso en esa especie de religión de la arquitectura que deja sus
señales en la ciudad como los hechos sagrados de un mesías en el evangelio. No
creo que reparara demasiado en aquel puente y la mole gris del hormigón urbano que un buen día desapareció. Aquel escenario inevitable
de los trayectos de parte de tu vida, de repente cambia como quien cambia los
azulejos de una cocina o la distribución de una casa y no acaba de reconocer el
espacio en el que ha repetido muchos trayectos. El espacio cambia y desparece
el artefacto de un tiempo, que vuelve a dejar los balcones del primero y del
segundo piso de los edificios en su dignidad original con el mismo poco ruido
que previamente los había dejado a ras del humo de escape de los coches. Años
después Cuatro Caminos volvió a tomar ese toque urbano y metafórico que uno
gusta percibir en la ciudad…son los
trayectos, la vida, los giros, los autobuses…los tiempos muertos que no lo son,
en los que nos fijamos en nuestro entorno, en la configuración de nuestras
calles, en decisiones que nos llegan a veces en las paradas inclinando la balanza
de nuestra voluntad para apuntarse a
algo o desapuntarse, para pasar a ser parte de tu
ciudad, viajando en la inercia de
nuestras propias decisiones, ocupando la
mente en lo que fuera en aquellos tiempos muertos hasta que el autobús
arrancaba…
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