Nada es previsible desde que
empieza hasta que termina. Como en la vida, todo se integra después en el
pasado, esa segunda vida de las cosas que es el recuerdo. La aventura hacia lo
desconocido si la dejas se llena de factores inesperados, de sutiles
influencias de tantas cosas que te volvería loco tenerlas todas bajo control.
Ni tu cuerpo es igual hoy al de ayer, ni tu ánimo es el mismo, ni una ola es
exactamente igual a otra. Siempre hay que enfrentarse a cosas nuevas y si sólo
estamos abiertos a lo conocido, nuestras vidas nacerían muertas; sin embargo en
lo desconocido alguien puso el temor, el miedo, la ansiedad, una sensación que
nos pone en alerta como si hubiese que apagar un fuego.
Todo puede ser desconocido.
Quizá la persona de al lado, también uno mismo o puede que nuestra
protagonista, a la que tengo que describir con palabras que esperan a otras,
porque ella a día de hoy no está por la labor de perseguir lo que quiere, o al
menos de poner en duda que palabra es y que palabra espera. Es Sole y ella me
espera en el Peine de los Vientos, con su pelo suelto y su jersey liso, en esos
días intermedios, antes de que empiece de veras el otoño, en esa prórroga del
verano que son los últimos días de septiembre; me espera o la esperaré yo a
ella, aún no lo sé hasta que llegue, hasta que uno de los dos deshaga enseguida
la soledad del otro. Ambos nos atraemos, aún más ella a mí, con su pelo suelto
y su jersey liso, pero atraerse, no significa más que una constatación
científica aplicada a uno mismo, como si uno comprobara al caer un fruto la ley de gravitación universal. ¿Podría
enamorarme de Sole? Podría ser, pero no ha sido el caso. No podría saberlo esta
misma tarde, necesitaría un día al menos o quizá más, necesitaría dejarlo al
azar del sueño y de esa atracción, dormir una noche entera y en esa
inconsciencia del descanso de las cosas podría surgir algo. Y si surgiera, luego
es al revés, ser muy consciente de lo que sientes, y ser capaz de interpretar
bien un sentimiento. En cierto modo no depende de mí enamorarme, como no
depende de mí el primer verso de un poema, o la primera frase de un relato. Una historia de amor, puede ser el
regalo de ese primer párrafo. Lo otro ya depende más de uno, de cómo alimenta o
no ese sentimiento, de cómo y cuánto lo escucha. También depende de si ese regalo te pilla ocupado o no, saber si tu corazón está abierto o cerrado, si hay
un cauce para ello, o ese cauce se ha perdido, o se ha desdibujado.
Las primeras palabras las recibo
como un regalo, algo que viene desde fuera de mí, y esa magia me seduce. Lo
mismo que la atracción, pero a la atracción siempre puedo rastrearle sus pasos
sin eslabones perdidos. Me atrae también contemplar arte con ella, o mejor aún
estar en lugares artísticos con ella, donde alguien con talento ha ordenado
cosas, ha creado espacios, elegido tonos, o dispuesto formas. Contemplar arte con
ella tiene una magia especial, sobre todo a sabiendas que en la propia naturaleza del amor hay un
arte. También contemplar con ella la trama natural de la ciudad, estar al borde
de algo, o estar ahí, frente al oleaje, y mirando al horizonte del mar juntos.
El horizonte a efectos de amor, es el futuro, algo que hay que vislumbrar para
que las cosas fluyan. Vemos las olas y su movimiento constante, el hierro
retorcido que nos remite a un movimiento detenido por el frío, el horizonte y
su quietud mágica. El mar, como algo
vivo, con sus sonidos repetitivos, que nos dan ya un fondo de vida y de música, de
corazón que late. Me gusta sentir ese movimiento y también como se mueve Sole mientras se ríe. Vienen
las olas, y las sentimos cerca, casi mojándonos al romper, escuchando los silbidos del sonido vivo del mar en unos pequeños agujeros
que hay en el suelo, mientras que a lo lejos vemos la
línea divisoria del horizonte. Si ese horizonte además de muchas cosas que unen
fuera común, Sole y yo seríamos felices, seguramente algo tan complejo y tan simple
como dos personas enamoradas cuya unión fluye.
Pero no me puedo enamorar de
ella, porque en su coraza me avisa de antemano, me avisa y me amenaza, de que
no se trata de que yo me enamore más o menos, porque ya no cree en el amor. Esa
especie de ateísmo sentimental, me resulta algo ajeno, como algo que está ahí y
que no está a la vez, como algo que expresa y siente dentro de una racionalidad
que no acaba de encajar con lo que en ella hay de seductora y atractiva. Puede que
no le falten razones para tomar esa solución. Sin embargo, no creer en el amor,
es como no creer en uno mismo, es como decir no creo en algo que puede existir,
no creo en las puestas de sol, o en los
amaneceres, en los momentos en los que se funde la noche con el día….es una
formulación extraña, un sinsentido que me avisa que ni se me ocurra enamorarme,
que ha decidido la soledad. También es cierto que no se esfuerza por seducirme,
que intenta ser honrada aunque le quede un deje de seductora, como un instinto,
una inercia de lo que es en sí misma, algo innato. Pero amor, no. No se puede
amar bien, cuando hay demasiadas heridas.
“Todo el que ama es
golpeado”, me dice, mientras las olas chocan contra las piedras y yo le digo
que no, que eso no es amor, que eso es la guerra. Ese pesimismo cósmico, esa coraza frente a las
ilusiones, a la parte no real de la vida, me resulta una opción que puedo vislumbrar,
pero que ha de salir fuera de uno para contemplarlo. Eso es el arte, le dije,
es lo que necesita expresarse fuera de uno, para poderlo contemplar. Lo mismo pienso del amor, lo que necesita expresarse fuera
de uno para verlo y sentirlo. Pero te
entiendo. Es tan fácil perderse por el camino, deambular por la ciudad, que los
sentimientos nos atenacen, que te entiendo. Sé que no puedo enamorarme, y tú no
puedes dejarme de gustar, es un hecho constatable, una energía que está ahí, y
vale, de acuerdo, al menos podemos ser sinceros.
Empezaba el otoño. Vimos las primeras hojas caídas de algunos árboles,
con esa belleza que toman sus tonos en el suelo, y vimos cómo iban cayendo al
suelo lentamente, flotando un poco, girando una y otra vez hasta caer de un
lado o de otro. Todas tenía un haz y un
envés, y unas caían boca arriba y otras boca abajo, quizá el azar, un ligero
soplo del viento, algo que le daba su posición exacta en el suelo. Nos sentamos
en un banco, observando el mundo y el
paso del tiempo juntos, con esa Sole que no me deja enamorarme, pero que me da
la confianza para contarle lo que quiera. Eso también me gusta, porque puedo
expresar cualquier tontería que se me ocurre, una idea, un sentimiento inmaduro
sin temor a que sea inconveniente, como quien baila a su ritmo por el placer de
bailar, por expresarse sin más. Son
cosas en el aire, hojas en el aire que contemplábamos en silencio, un silencio activo
y a veces atractivo. Aún no había esa
melancolía del otoño, sino que había la frescura bella del final del verano.
Algunos surfistas iban camino de la playa, con sus tablas, oteando las olas, con la mirada en el horizonte, intuyendo
una posibilidad de disfrute y los cuerpos ágiles y decididos, agarrando sus
tablas bajo el brazo. La ciudad empezaba a cobrar su ritmo. Unos chavales pequeños,
se dirigían a sus partidos de futbol, con sus equipaciones recién estrenadas,
con ansiedad por jugar, por estrenarse, por ganar. Había alegría, y esa magia
de los días intermedios de las estaciones, de los momentos límite, de la
belleza que adquiere un momento de unión de algo, de límite entre el verano y
el invierno, de los colores que vibran, de las luces prolongadas. Allí con
Sole, mi escéptica Sole, y las hojas cayendo…. -Imagínate que en cada hoja
pusiera una palabra romántica-, le dije, por ejemplo amor, en otra hola, en
otra te quiero, en otra te necesito….serían palabras bellas, palabras que
necesitan ser renovadas y que se caen, de un modo hermoso. Aquel matiz era el
comienzo de un optimismo creativo. Ahí había el comienzo de algo, como de un
primer verso. Me empezaba a gustar la idea, pero Sole me insistía en su visión
de quien no se rinde fácilmente, y me sugería que en otras hojas pondría desilusión, temor, adiós….Por supuesto, Sole,
así es, pero creo que no estarían en hojas diferentes, le dije siguiendo el juego; creo que no serían hojas diferentes,
que estarían en las mismas hojas, que serían
parte de lo mismo, que en una hoja por delante pone hola y en la vuelta adiós,
que en otra pone palabra, y en su envés pone hecho, en otra pone amor y en su
envés conocimiento, en otra fantasía y en el envés realidad….No podemos tomar
solo las palabras de una cara para construir el amor. Esa es la desilusión. El
amor, es un momento de una palabra, un ciclo, una danza en la que
podemos entrar, sabiendo que hay momentos y tiempos, que todo ha de estar en
movimiento para estar vivo.
Me puso cara de duda, pero
dudar era el comienzo de algo. A lo lejos veíamos los surfistas, la ciudad y su
trama. La bella convivencia que se daba entre lo natural del mar y sus montes
verdes, con la trama urbana racional y recta del ensanche burgués del
diecinueve. El calor del verano, estaba
en nuestros cuerpos, sin duda el amor pertenecía a la imaginación, pero se conectaba
con la realidad por su envés, con otras palabras menos fascinantes, pero
decisivas. Pensamos al ir caminando nuestras palabras, y nuestros reversos. Nuestras
frases luminosas y oscuras. Lo que te apasiona, y lo que no. Lo que te viene
desde el universo, y lo que viene de dentro de ti. Fuimos con ellas paseando por el camino de la
playa, descalzos, de nuevo hasta el Peine de los Vientos. Y en hojas recién caídas escribimos algunas de esas
palabras, para dar rienda suelta a nuestro deseo de que salieran volando por el
aire, verlas perderse entre el verde y el mar, mientras veíamos las olas chocando incansables
contra las rocas. Por allí, entre el hierro duro, y el horizonte eterno, entre
el oleaje repetitivo y musical, aquellas
palabras sueltas, desechas, olvidadas, esperaban, quizá algo de frío, algo de
intemperie, un letargo, un desprenderse
de ellas, pero a sabiendas de que a ambos así, nos esperaría una mejor
primavera en el horizonte.
Se me ocurrió quemar alguna,
despacio y sin miedo, mientras veíamos arder amor, a la vez que temor en el
reverso. Al destruirse, pude ver que era
parte de lo mismo, de lo que yo hubiera puesto en el envés de lo que amo. Eso me daba cierto poder, y cierta
responsabilidad. El amor ya no era algo tan externo a mí algo tan dependiente
del exterior, de si hiciera bueno o malo, de si estuviera el mar surfeable o
no. Nos regalamos ver juntos las cenizas
de algunas palabras esparcidas por el aire. Al verlas volar, vi en el aire esas palabras
ya destruidas, el amor y sus cenizas volando, aquellas palabras de amor
volando con sus reversos, fuera de mí, fuera de nuestro interior, me hicieron sentir una nada a dónde agarrarme.
Ellas sueltas adquirían
cierta magia, unidas a las palabras del conjunto. Metidas en un tiempo y un
lugar. Sin darme cuenta empezaba una historia nueva. El hierro retorcido,
recibía las cenizas de aquellas palabras con naturalidad, sabiendo cuanto había
de error, de duro, de áspero, de falta de esa suavidad que detectaba en el
jersey de Sole. El mar, el oleaje, era una especie de música repetitiva, que me
hacía sentir la vida de otra manera, palabras que se repiten sin cansarnos,
palabras que necesitamos, que hipnotizan un poco, que te relajan, que te
predisponen a unirte, a abandonar tu soledad. Al fondo el mar, el horizonte,
algo que empezaba a divisarse como una posibilidad de nexo de unión, algo
compartible contigo. La fuerza de las olas erosionando las rocas, la dureza de
la piedra, y transformándola en arena suave
de la playa, donde tender una toalla que espera toda la sensualidad de un cuerpo de mujer.
Allí estábamos, Sole y yo, convenciéndola cada día de que amar merecía la felicidad
que podía traer, no la pena. Solo si decimos adiós a nuestras palabras,
podremos decir hola a un día nuevo. Entonces, palabras, que esperan a otras,
que no pasa nada por destruirlas. Palabras, que llevan un reverso. Días nublados,
que esperan a días soleados. Inviernos que esperan a veranos. Luces que
conllevan sombras. Todo es uno. Quizá yo soy tu palabra y tú eres mi reverso.
Entonces vimos el hierro, el hierro que había estado antes al
rojo vivo, igual que el deseo, y el agua, constante, llegaba ahí apagando y
templando ese deseo, que ya rígido e inerte quedaba de testigo para siempre. El
interior de la tierra es magmático, incandescente y vivo. El nuestro también.
Las zonas de destrucción de la tierra están al borde de los mares, y las
nuestras al borde de nuestro mar, que es la soledad. Contemplar tu propia
soledad, con signos, con esculturas, con oleajes y con horizontes, era como
conocerla fuera de ti.
Amar, era solo sincronizar
todas aquellas palabras que habían salido volando por el aire. Amor, temor,
miedo, palabras con reversos, palabras ocultas, palabras de un diccionario no
alfabético que es el amor. Aquellas palabras volando, aquellas cenizas, eran
el final de algo, un adiós, que también podía llenarse de belleza.
Al verlas por ahí sueltas te
echaste a llorar. No querías en el fondo que se te escaparan, que una ráfaga de
viento se las llevara, que pudieran ir a parar contra las rocas, contra el mar,
contra los hierros,…te echaste a llorar, y entonces te abracé, y al sentir tu abrazo tan cercano,
entendí que no era cierto tu ateísmo sentimental, que era solo cuestión de
estar abierto a un nuevo curso, a recibir una estación, a seguir acompañando el
tiempo, a dejar que soplara el viento, y que desordenara un poco tu vida, a
jugar una nueva baza, a soñar despierta…. Volvían los chavales de sus partidos,
algunos felices otros con la derrota en sus rostros….
Pero todos querían volver a
disfrutar de otra oportunidad.
Los surfistas volvían con
sus caras felices, agradecidos en ese cansancio placentero, que te otorga el
haber sentido el cuerpo dentro del mar.
Y tu yo, volvíamos a algo,
con todas las palabras en el aire, esperando palabras nuevas, palabras que
están esperando un otoño, un desprenderse, un soltarse, para que vengan otras
nuevas, porque estas ya no nos valen, más que en la segunda vida que pueden ser
los recuerdos.
Fotografía: San Sebastián,Peine de los Vientos, obra del escultor Eduardo Chillida.
Fotografía: San Sebastián,Peine de los Vientos, obra del escultor Eduardo Chillida.
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