A veces los
laberintos no son imaginarios, sino muy reales, en algunos tramos de nuestras
vidas, en etapas oscuras que damos casi por perdidas. No encontramos la salida, porque aquello está
diseñado para perderse. Eso me ocurrió a mí, una vez caído en desgracia y ya
apartado de la corte, debido a mis ideas racionalistas e ilustradas, viendo
ahora como la moda y todo se iba impregnando de esa exaltación del sentimiento con el que
no me apaño. Miré aquel romanticismo irredento con ojos de expulsado, quizá de
pretendiente torpe al que ya le han dicho varias veces que no y que sin embargo
se resiste a rendirse; de alguien que
queda fuera de juego, pudiendo solo asistir como espectador, sin encontrar un
oficio posible en la nueva corte. ¿Acaso soy yo la razón que contempla la
exaltación de la sinrazón? me pregunté a mí mismo. No podía participar de aquella fiesta, y sin
embargo ya estaba dentro. Invitado por una antigua amistad con el duque, asistí
lo más discretamente posible, y en vez de entrar en la sala de baile preferí
perderme por los jardines, quedarme un poco fuera y en soledad. Pasé mi mano
por el arbusto recortado y vi que era de laurel, corté una hoja para olerla y perdido, empecé a sentir un temor ridículo e
infantil, de desamparo. Conseguí dar con la salida, y me fui hacía la parte
alta del parque.
Llegué al promontorio
que queda en el jardín irregular, de traza más bien inglesa, a través de un
sendero con una profusión insistente del árbol del amor que en primavera le dan
ese tono fucsia vibrante al jardín, destacado de un fondo de césped perfecto y británico que me hizo dudar de
donde estaba. En el promontorio en
cambio, pude ver un templete romano, con
la diosa del amor en medio, y sin mucho que hacer allí fui consciente del cielo, de un cielo muy
hermoso al que miré enmarcado en el arquitrabe curvo de la cornisa. Entonces vi que avanzaba el cortejo y la
fiesta, seguían llegando comensales, damas, alabarderos, nobles y cortesanos,
ellas remarcando las cinturas estrechas con fajines de raso, luciendo sombreros
adornados con plumas exageradas, y los hombres siguiendo el juego con unas
casacas de terciopelo, con las mangas bordadas con oro y plata, y con unos rizos de rulo femenino en el pelo que
encontré ridículos y repetidos. No supe dónde
estaba, como si me hubiese perdido de nuevo en el tiempo y la memoria, si en
un campo próximo a las dependencias y jardines de un lord británico, en el palacete de un aristócrata francés con jardinería de figuras geométricas, o en una villa romana de exedras
y avenidas entre cipreses. En ningún
sitio y en todos a la vez. Pasé mis dedos por las estrías dóricas de la
columna de granito para cerciorarme que no era un sueño, pude comprobar a lo lejos el páramo seco de Barajas, y me pareció
sencillamente un milagro el jardín donde me hallaba. Me senté en un banco de
piedra y me dio por preguntarme si creía o no en el destino. A lo lejos vi de nuevo el laberinto vegetal,
de masas bien tupidas de laurel recortado en setos altos, y desde allí empezaron a llegarme los primeros compases de
la música de Boccherini que salía desde las ventanas abiertas del palacio. Caía
la tarde. Miré la luna, aún sobre un
cielo no oscurecido mientras sentía la
belleza de la armonía en mi propio cuerpo. Una armonía romántica, unos segundos, en los
que ya no estás en ningún sitio y en todos. Sus violines, empezaban a rasgar como quien
aparta unos visillos para entrar en otra dimensión. Los compases invitaban a un
baile galante, donde sonrisas y miradas flotaban en el aire, elevándolas un
poco del suelo. Era como nadar en la belleza con la primavera en su esplendor. Casi podía sentir
fluyendo la alegría de la sangre por las
venas, la elevación del espíritu, la cadencia suave de las cosas, las ganas de
saltar un poco, las ganas de llevar en brazos a alguien perdiendo peso o de
volar como una pluma.
Me llegó el aroma
intenso del árbol en flor como una colonia natural, antes de que el perfume de
las damas confundiera mis sentidos. Al
anochecer empezaron a aparecer invitados camino al estanque iluminado con farolillos que duplicaban su efecto en el espejo de la lámina
de agua. Vi algunos invitados que se dirigían al embarcadero algo ebrios. Se iban
subiendo a una góndola sobrecargada, salpicando a las damas, entre risas y
cisnes despistados que paseaban por el recinto. Allí, fui testigo del coqueteo de una de las hijas de la
duquesa con un hombre de gran fortuna, mientras sonaba la música de Boccherini,
a modo de pasacalles. Desde allí vi el abejero, y sus escalas sociales, con las
obreras trabajando y la reina a lo suyo. Lo de la reina y el vestido de la
duquesa me trajeron a María Antonieta a la memoria, cuya fama de manirrota y
caprichosa precipitó su paso por la guillotina hacía poco. Sentí grima. La diosa del amor seguía aún con pulcritud blanca bajo el templete circular del promontorio iluminada por la luz
de la luna. Alguien corrió la voz, de que el ejército napoleónico estaba a tan solo
dos horas de Madrid. Pensé que podíamos
refugiarnos en el fortín, en el búnker, en el castillo medieval, pero ningún lugar nos valía por la sencilla
razón de que todos eran falsos y de juguete.
Vi como sacaban los
cuadros de las dependencias del palacio. Los caprichos de Goya. El aquelarre. Las
brujas. El asalto de la diligencia. El retrato de la hija de la duquesa. Vi a
la misma duquesa embalando las obras. Decidí quedarme. Me dirigí a la ermita, y
me asusté con el ingenio del autómata que seguía realizando sus oraciones. Me metí en el laberinto a esconderme
y desde allí vi la luna casi llena. Sentí miedo. Vi salir al ministro, al banquero, a un torero
famoso, a Boccherini, a algunos arquitectos franceses, intelectuales,
Floridablanca, el conde de Aranda, a la marquesa de Villafranca, al yerno de la
duquesa y al hombre de la gran fortuna los vi marchar a la carrera. Los mismos
duques pusieron un candado cutre a la verja y salieron de allí a dejando el parque a su
abandono y listo para su decadencia. Vi
como la naturaleza se iba desordenando. Como los recortados laureles del
laberinto se desmadejaban. Como el boj y los cipreses iban perdiendo sus formas
geométricas. Como los estanques y las fuentes se iban cubriendo de hojas secas y
de una especie de moho provocado por la falta de renovación. Vi el césped
abandonado, las hiedras, avanzando por las paredes del palacio, el musgo en los
granitos. Vi cómo se instalaban los militares franceses en las dependencias del salón de
baile, vi a su coronel en el palacio
habitándolo de un modo torpe e inadecuado. Vi los bustos de piedra de los
emperadores romanos de la plaza de la exedra con las narices rotas y alguno
caído de su pedestal. Vi como caía la cúpula de algunos templetes. Vi como el hierro dulce del puente
se iba oxidando y perdiendo su consistencia. Incluso el laberinto era ya
irreconocible. Me senté en un banco decadente y enmohecido, con las enredaderas
trepando por las ruinas y sus muros. Miré mi casaca vieja y desgastada, mi pelo
largo y descuidado, empezó a llover con fuerza, y me abandoné a la suerte y a
mi locura.
Parque del Capricho. Paseo de la Alameda de Osuna s/n. Visitable sábados, domingos y festivos de 9 a 21 h.
Parque del Capricho. Paseo de la Alameda de Osuna s/n. Visitable sábados, domingos y festivos de 9 a 21 h.
¡Impresionante! Me ha encantado y me ha traido muy gratos recuerdos, ya que yo trabaje tres años en la restauración de El Capricho... Fue mi primer trabajo como arquitecto :-)
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