A través de la agencia Ecologics_us,
me apunté a un viaje esta primavera a la isla de la Palma, en busca digámoslo
de paso de alguna aventurilla que uno intuye que puede producirse en este tipo de viajes, donde además de un
entorno idílico, sirven de punto de encuentro a gente propensa a lo sensible y a
lo espiritual. Aventurilla, pues acabo de concluir una relación y no
pretendo nada serio, solo zanjar una etapa, de modo que poner tierra por medio y largarme de
vacaciones a una isla me pareció una idea bastante acertada. Cerrar una etapa
no es tan fácil, aunque quizá a los hombres con esta memoria afectiva tan
reponible que tenemos, nos cueste algo menos deshacernos de nuestro ayer. Me
valgo de todo tipo de estrategias vengan de donde vengan, con la única idea de
empezar mi vida de nuevo sin mirar demasiado atrás. Al
llegar a la isla, recién bajado del avión, me entretuve echando un vistazo al facebook en el móvil, y me encontré con la siguiente publicación, que interpreté como
enviada a mi medida definiendo de un modo muy preciso mi estado. La publicación
la había puesto mi ya ex-pareja, y
reproduzco aquí el comienzo:
Siempre es preciso saber cuándo
se acaba una etapa de la vida. Si insistes en permanecer en ella más allá del
tiempo necesario, pierdes la alegría y el sentido del resto. Cerrando círculos,
o cerrando puertas, o cerrando capítulos, como quieras llamarlo. Lo importante
es poder cerrarlos, y dejar ir momentos de la vida que se van clausurando.
¿Terminó tu trabajo?, ¿Se acabó tu relación?,
¿Ya no vives más en esa casa?, ¿Debes irte de viaje?, ¿La relación se acabó?
Puedes pasarte mucho tiempo de tu presente “revolcándote” en los por qué, y tratar de entender por qué sucedió tal o
cual hecho. El desgaste va a ser infinito, porque en la vida, tú, yo, tu amigo,
tus hijos, tus hermanos, todos y todas estamos encaminados hacia ir cerrando
capítulos, ir dando vuelta a la hoja, a terminar con etapas, o con momentos de
la vida y seguir adelante.
Al salir del aeropuerto tomé el
autobús que debía conducirme a “El bosque encantado”, sugerente nombre del
hotel donde me alojaría los tres días de mi escapada. Me apetecía releer la
publicación más tranquilamente y saqué el Ipad de mi equipaje de mano para
hacerlo. Definía también mi estado, cerrando un capítulo o clausurando un ciclo, y entonces me di cuenta de que mi ex estaría en lo mismo tratando de cerrar y
clausurar el círculo que yo la supuse. Esta
comunicación indirecta vía facebook era algo nuevo para ambos, y me
generó una duda ¿debía desagregarla? No lo tenía claro, sobre todo ahora que gracias al muro sabía por
fin en que estaba pensando.
Decidí no darle importancia por
el momento, y tomarme con humor la constante imperfección de la vida, que me
regala un lazo de unión inesperado justo
cuando tal unión ya está rota. Un poco abstraído en mi mundo y en mi pasado,
interrumpo la lectura del texto y caigo en la cuenta de que estoy ya en la isla, en el autobús que me
lleva a “El bosque encantado” y de que tengo sentada al lado una mujer algo
misteriosa que me resulta atractiva de la que me gustaría saber algo. Ya la había
visto por ahí en el avión y al venir del
mismo vuelo no debo de interpretar como casual ni sorprendente el que ambos nos
dirijamos al mismo hotel y al mismo grupo turístico. Me presento y ella también lo hace. Se llama
Virginia, está casada pero ha venido sola, debido a que su marido no comparte
esta aficción suya de viajar. Me resulta atractiva, pero con problemas. Algo le
pasa. Tiene en su rostro una mezcla de alegría y tristeza, mezclada en el
tiempo, como una salsa agridulce, muy atractiva a efectos pictóricos, como muy
de Picasso…la femme qui pleure…un poco
a lo Dora Maar.
No me ofrece demasiada
conversación, así que he abierto de
nuevo el Ipad y continuado con lo de “cerrando
círculos”. Entonces ella, con la familiaridad de compartir el viaje, ha mirado
sin disimulo mi pantalla y me ha dicho.
« Lo conozco, es de Coelho…» He pensado que ya tenía un punto de conexión que
compartir, pero con cierto desdén me dice que no le convence, que es solo un
texto bonito, nada más. Nos quedamos en
silencio viendo el paisaje, sorprendido por la vegetación de la isla, y su base
negra como de basalto dándole un fondo muy sugerente a esa mezcla de vida
exuberante y negrura soldificada en la que nos apoyamos. Al cabo de unos minutos de un silencio compartido me cuenta: «En la vida uno
vive emociones positivas o negativas, pero es más adelante
cuando interpretas esas vivencias. A
veces cierras etapas vividas pero a
veces vuelven queriendo decirte algo, como un disco antiguo que ha quedado dando
vueltas y que tú no puedes hacer nada por impedir que gire. Estas frases que circulan
por la red son solo un bálsamo, un paño caliente para el dolor, pero no curan.
Curarse es muy complejo. A veces tienes que cerrar un círculo muchos años
después, porque te faltaba un dato, o porque de golpe entiendes algo que antes
no sabías.»
Estas palabras me devolvieron al silencio de la
mente que procesa información y que no sabe por dónde seguir. Tenía la
impresión de conocerla de algo, o de serme familiar, pero esa impresión la
percibía como equivocada porque las
personas nuevas a veces nos recuerdan a alguien y yo no sabría decir de qué ni de cuando, así que desistí de seguir por
esa vía. Aquellos silencios, aquellos
paisajes contemplados tras el vidrio brillante del autobús, aquellos pensamientos intensos flotantes también me
generaban un punto de conexión inesperado. Sigue un poco absorta asimilando este
encantador paisaje de un verde envolvente como un aroma y que uno se pregunta cómo
ha podido permanecer intacto y tan bien
conservado sin que la avaricia y la sobreexplotación de las cosas lo haya destrozado.
Por dar conversación le hablo de los
lugares de visita obligados en la isla que sólo conozco
por las webs de turismo del Cabildo, el Bosque Encantado, el volcán de Teneguía, el observatorio astronómico de Roque, el parque
natural de Caldera de Taburiente o de la
Cascada de Colores, empezando a dejarnos seducir también por la belleza sugerente de los nombres de estos lugares, como si en vez de visitantes ella y yo fuésemos a pasar ahora a
formar parte de un cuento.
Ya en el hotel nos incorporamos
al grupo. Reunión de presentación y cena a las nueve donde de un modo natural se fue generando una rápida
integración que ya la quisieran para sí muchas empresas o centros de trabajo. Al día siguiente en pié temprano para ir a
Teneguía, uno de los volcanes de la cordillera que queda al sur de la isla y a nuestra disposición varios todoterrenos que nos conducirían hasta un refugio para desde allí comenzar el
ascenso a la cordillera.
No me equivoqué demasiado con el
tipo de gente que me encontraría. Hablé un rato con una persona algo mayor,
colaborador habitual de una ONG, que había venido al viaje con su actual
pareja, una mozambiqueña mucho más joven que él con una piel brillante en cuyos
pómulos casi te podías ver reflejado. Conocí también a una noruega, afincada en
las cercanías de Barcelona, dedicada al tratamiento de terapias alternativas.
Una pareja portuguesa dedicados a los deportes de aventura y ambos entusiastas
de la fotografía con unos equipos envidiables. Un organizador de eventos
culturales y de viajes, que se conocía medio mundo, muy comunicativo que me
trataba como si me conociera de toda la vida. Tres chicas compañeras de trabajo, que hacían
vida propia en el grupo y otros tantos de los que no supe nada aquel día pero
que supuse que responderían a cierta conciencia ecológica.
Había un ambiente grupal cómodo,
de buen humor. Entre risas y bromas habituales en este tipo de viajes, llegamos
a la cima marcada por el volcán que domina el sur de la isla. De modo natural
nos sentamos en las inmediaciones frente a unas piedras formando un círculo más o menos amplio, al que se sumó
en el último momento Virginia completando la figura. Desde aquella altura pudimos sentir como un regalo una energía especial, como un lugar
privilegiado y mágico donde la lejanía misteriosa del cielo y el
fuego magmático del interior de la
tierra parecían estar conectados. En la
increíble vista que quedaba bajo nosotros comprendí, que si aquella isla estaba
bien conservada no era por casualidad, sino porque sus pobladores se habían
ocupado de ello, respetando los tiempos de la naturaleza, renunciando en muchos
casos a sus deseos más inmediatos, y ahora varios siglos después de que
llegaran sus primeros pobladores, esa isla era un regalo para nosotros y las
siguientes generaciones.
Se hizo la hora de volver y
Virginia me pidió que la acompañara hasta el borde del cráter. Nos deshicimos
del grupo, y lo hice. Me dio miedo por ella, me resultaba insensato dejarla sola y a la vez temía acercarme demasiado.
Pero su determinación era firme, y traté de ocultar no sé si el sentido común o
la cobardía. Ya en el borde, comenzamos un cierto descenso caminando a la vez
que descendiendo de un modo helicoidal, que me pareció peligroso. Le incité a parar,
dada la absurda peligrosidad en la que me estaba enredando y tuve que acercarme
a ella y agarrarla para detener su marcha. Se quitó su pequeña mochila de la
espalda, y sacó de ella una vieja agenda de formato grande, con portada pasada
de año y de moda. Me explicó que era una de esas agendas que quedan vacías
en la estantería de un año ya desfasado, y que en ella había estado escribiendo toda la noche,
su círculo abierto, aquel incapaz de cerrarse. Ya había hecho todo lo que estaba en sus manos y solo faltaba darle un adiós definitivo.
Mostrándome la agenda medio agarrada contra su vientre me sugirió que la leyese.
No supe que hacer, dudé pero pensé que
debía y lo hice. Toda la belleza de la isla se me revolvió en un instante. Las
palabras enlazadas, las ideas, los
pensamientos, cualquier frase a mano, iba a sonar no solo absurda sino
inconveniente.
De nuevo volvimos al silencio
compartido, le devolví la agenda, y ella hizo ademán de lanzarla a la sima que
se abría ante nuestros pies, pero se detuvo. Entonces le incité a que no se
detuviera, mientras ella no acababa de decidirse. Le costaba un mundo deshacerse de esas hojas
encuadernadas y ya obsoletas…«¿Por qué te resistes?» le pregunté. « No es nada»,
me dijo Virginia, «estaba pensando en si
he hecho todo lo que tenía que hacer antes de deshacerme por completo de esto» Y
despacio, con un gesto como de niña lanzando una piedra al vacío se deshizo de
su agenda triste y bella a la vez, de la femme qui pleure. Entonces en aquel gesto de niña
tirando una piedra al vacío caí en la cuenta de que sí que conocía a Virginia
de hacía muchos años, de niños en un
verano perdido ya en el tiempo y la memoria y recordé algo desdibujada la
sonrisa feliz que habitaba en ella. Al rato un olor a azufre, a humo de ceniza,
nos avisó que algo estaba pasando. Decidimos aguantar a medio camino entre el
miedo y la fascinación del sonido que quedaba bajo nuestros pies. Enseguida nos llegaron los primeros fogonazos
mezclados de fuego, lava y partículas. Salimos corriendo, pinchándonos con los
cardos de un camino áspero, que dañaba con alguna que otra piedra nuestros tobillos casi sin enterarnos. La lava avanzaba sin esfuerzo a la par que
nosotros incrédulos de lo que estaba ocurriendo.
Por un momento me sentí culpable.
Culpable de que alguien que nada tuviera que ver con esto pudiera verse
afectado por la lava. Un humo negro empezaba a cubrirlo todo confundiéndonos el
camino de vuelta. Se hacía de noche. Vimos una casa aislada en el paisaje con
luces encendidas y nos acercamos a la
puerta. Sin necesidad de llamar nos abrió un hombre ya mayor que nos incitó a pasar sin sorprenderse demasiado
de nuestra presencia «Pasen, os estaba esperando. Siempre pasa. En breve se
apaga» ya dentro de la casa nos tranquilizó con una presencia confiada y sin
darle demasiada importancia comentó que eran bastantes las personas que venían
al volcán con el mismo propósito que el nuestro. Nos ofreció
ducharnos en el patio de la casa con el agua de un depósito, y nos prestó ropa
nueva, limpia y blanca , y desde allí bajamos al pueblo más cercano.
Al acercarnos al pueblo pudimos
escuchar la música que llegaba de una fiesta local que se celebraba en la
plaza. Nos fuimos acercando, y Virginia quiso quedarse allí. Me sorprendió su
facilidad para el baile, y pude darme
cuenta de que algo de su rostro y en su cuerpo habían cambiado. Me pareció una
mujer diferente, físicamente distinta de la que había conocido en el autobús, y
unas horas antes en la cima. Entonces sí que le hablé de aquel verano de la
infancia casi perdido en mi memoria, y ella me dijo que claro que se acordaba.
Que lo sabía desde el primer momento en que me vio en el autobús, y que por eso
se sentó a mi lado. Casi al amanecer una
pareja se ofreció a llevarnos al hotel en su coche. Aún no era la hora del
desayuno, y desde la ventana del comedor del hotel, vimos el mar descubriéndose a la vez que el día. Entonces
ella me pidió que le acabara de leer lo de Coelho mientras esperábamos que todo
el grupo bajara a desayunar. Así lo hice, y ambos nos miramos procurando descifrarnos en
los ojos si nos gustaban o no las palabras que aparecen casi al final del texto.
“recuerda que
nada ni nadie es indispensable”. Enseguida empezaron a aparecer los
integrantes del grupo que nos saludaron con naturalidad, felicitándonos por ser
los primeros en bajar a desayunar. Virginia y yo nos miramos sonriendo, aún
quedaban dos días por delante y muchas cosas hermosas que ver en la isla. Ahora ambos
sabíamos, que le habíamos ganado al menos un metro de tierra firme al mar.
Bonita historia que abre tu imaginación...
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