viernes, 2 de enero de 2015

azules

Aprendo a distinguir los azules, sin que ese oficio me revierta nada especial, como quien aprende a distinguir los vinos por aficción,  entendiendo que bajo la misma palabra se esconden miles de sabores y de posibilidades diferentes. Aprendo a distinguir los azules, sabiendo que están cerca a veces aquello que busco y aquello de lo que huyo. Una línea muy ligera y sutil entre las dos cosas, una balanza que toma su desequilibrio  por muy poco.

Hay azules tristes, y azules alegres. Todos comparten algo de lejanía, de lo que nos acerca a los sueños, de lo que va perdiendo realidad, si por realidad entendemos lo más sólido y terreo, lo que nos pone los pies en la tierra. Los tristes suelen ser azules algo oscuros, que tiñen de una luz sombría la propia vida. Los alegres, luminosos, con una luz que lo  invade todo.


Entre un azul lleno de alegría, y un azul lleno de tristeza, la diferencia puede ser un pequeño tono, que apaga o que ilumina de un modo especial. Amo lo luminoso, cuando la luz invade cada rincón de estos lugares, como buscando el entresijo de la materia para que nada quede sin esa luz. Incluso la sombra es luminosa aquí. En esa abundancia de luz, es un regalo lo que el cielo y el mar me devuelven, sus azules, cada uno en su tono, tan sólidos, tan reales, que las puertas de aquí parecen pintadas del mismo cielo, las ventanas recercadas del mismo mar. 

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