domingo, 31 de enero de 2016

Tiene que llover...

Tú y yo, muchacha, estamos hechos de nubes
pero ¿quién nos ata?
Dame la mano y vamos a sentarnos
bajo cualquier estatua
que es tiempo de vivir y de soñar y de creer
que tiene que llover
a cántaros.

Pablo Guerrero. (de la canción “tiene que llover”)

Aún no había cumplido yo los diez, cuando del mundo creativo de Pablo Guerrero, nació aquella música y aquella letra, cuya suerte discurrió paralela a lo que pudiera ser la historia de nuestro país en los últimos cuarenta años. De aquel mundo poético-musical de inicios de los setenta que sonaba en mi niñez y que recuerdo a través de  la magia y de las vueltas de los discos de vinilo  “tiene que llover” abría una puerta a la esperanza,  a esa idea de progreso social que en general pervive en algún lugar nuestro y que permite creer que el futuro será mejor para todos que lo ya pasado.  “Tiempo de vivir y de soñar y de creer que tiene que llover” recogía del aire de su tiempo un espíritu de unos años a los que me he referido alguna vez, en los que se confiaba en un futuro mejor, y en los que  soñar con el futuro era parte de la ilusión con la que se afrontaba el presente.  Una canción de amor, donde el anhelo de libertad tenía una referencia muy clara de rechazo a una dictadura militar que aún subsistía. Tiene que llover, representaba  el deseo de renovación, y enlazaba también con una gran  parte de la población rural de nuestra geografía que en aquellos años había abandonado esa realidad más dura que utópica del campo, para integrarse en una realidad aún más compleja que era vivir y sobrevivir en la ciudad. Una vez lejos del campo, ese campo matérico y ya mitad parte de la memoria y mitad parte del deseo de vuelta a los orígenes que uno siempre conserva, la lluvia podía ser un bien común a ambos mundos, posibilitando la unión de lo físico y lo simbólico;  la necesaria fertilidad de la tierra para el que vive del trabajo del campo, y  la necesaria limpieza del aire y de las calles para el que vive en la ciudad.

Puede que los poetas, los pensadores, los soñadores, estén siempre ahí, y que el tiempo simplemente los haga visibles. Puede que lleguen a configurar un espíritu, una sensibilidad que caracterice ese fragmento de tiempo que logran comunicar. Luego, el tiempo pasa y trae otros tiempos distintos y los vuelve a hacer invisibles hasta que en el mismo aire se percibe que se han roto demasiadas cosas y que se hace necesario renovarlas. Y entonces puede que más de uno recuerde en la lejanía esa canción que ni siquiera fue éxito, pero que a uno no le pasó desapercibida. Aquella  letra que incluía ese  “tú y yo muchacha estamos hechos de nubes pero ¿quién nos ata? supongo que anidó y quedó al menos unos instantes en la mente de quien tiende a hacerse preguntas. Los tiempos lanzan al olvido el espíritu que los configuró, pero muchos años más tarde alguien puede recordar que fue de aquella sensibilidad, como le fue la vida, que tal pasaron los años por él y por lo que pudo llegar a hacer.


El tiempo, los tiempos, no hace demasiado volvieron a traer  sentido y necesidad de aquellas sensaciones que a mí me habían transmitido y seguramente configurado ese tipo de canciones y de letras como “ tiene que llover”. Me lo imagino en boca de mucha gente sencilla del campo mirando al cielo, con esa sabiduría de los hombres que viven de su tierra expresando “va a llover” o “ tiene que llover”. Esa sencilla expresión en mitad de tantas mentiras tan complicadas que nos llegan por tantos lados, es la fe de los que creemos en pocas cosas y de los que nos resistimos  a pensar que el futuro ha de ser peor. El futuro será lo que hoy cada día vayamos construyendo, con renovada participación y sobre todo sin miedo. 2016, estrena un nuevo Congreso, nuevos representantes mezclados con antiguos  representantes de cada uno de nosotros. En muchos de los escritos que leo, observo un pesimismo, una angustia por la indefinición de los tiempos. Pero uno siente que no tiene por qué ser así…espera un poco…tiene que llover y la lluvia ha de limpiar aún más la ciudad,  y fertilizar más el campo…  pararse a detectar que  “hay señales que anuncian que la siesta se acaba…” La lluvia, mezclada con nuestro trabajo, esfuerzo, participación, generando dudas, luchas, debates, día a día nos sacará de nuevo adelante y mejor. Es momento de encontrar la  sencilla verdad de cada cosa. La verdad que realmente hay detrás de cada proyecto. Y la mayor verdad yo la encuentro en dejarse oxigenar por el aire y la lluvia, en escuchar,  vislumbrar y debatir proyectos nuevos y atractivos para nuestra historia y nuestra nación, que sean capaces de generarnos un nuevo espíritu común que aún no ha llegado. 

lunes, 18 de enero de 2016

mis abuelos


Esta foto, de la pareja que formaron mis abuelos, antes de que el tiempo y la vida nos trajera a cada uno de nosotros, y antes también de que el tiempo y la vida trajera cada contexto de la historia y los acontecimientos en los que se desenvolvieron sus vidas, pertenece a una de esas imágenes que quedan de testimonio de un pasado en el que uno no estaba y que encierran ya parte del  futuro, de lo que fue luego nuestra vida, con esa magia del blanco y negro potenciada por el blanco galante de un hombre de mirada a lo lejos y de frente despejada, (como le gustaban los hombres a mi abuela) y una mujer de rasgos bellos, de pelo y ojos oscuros, de boca fina y bien dibujada, que mantiene su independencia mientras él la acerca y la protege. 

En ellos reconozco a mis abuelos,  idealizados por la juventud y la ilusión, por el glamour de una época que quizá fue dulce, para nosotros muy desconocida debido a ese abismo en el tiempo que separó los tiempos en el antes y después de la guerra. Aquellos años vividos por ellos son mi referencia vital más cercana en cuanto al pasado del que venimos. Aquello que sabemos que ocurrió pero que no hemos vivido en el tiempo en que las cosas ocurrieron, pasa a formar parte de la constante asimilación de lo que fue la historia y también del conocimiento de la personalidad y la forma de ser de los que nos trajeron al mundo. Ambas cosas, ocupan siempre una parte de nuestras vidas y a veces viajan con nosotros sin que sepamos distinguir del todo las fronteras, entre lo que somos de originales y lo que hay en nosotros de sobrevenido, transmitido, o configurado por nuestros mayores.  

De mi niñez y de ellos, en mis recuerdos priman la felicidad, el cariño, y la ilusión por verles, con una cercanía y unos tiempos distintos a los de ahora, seguramente más largos, más lentos, sin prisa y como si se tratara de fotografías  propias de la memoria, les puedo volver a ver reproduciendo su presencia  en salón de nuestra casa en la comida de un domingo,  o cuando pasábamos aquellos largos meses de  verano familiares en la casa de Segovia, con aquel mítico mini ingles de color verde carruaje y con madera en las aristas. La enorme casa de Segovia (a mi me lo parecía) su aldaba de hierro fundido para llamar y el original tirador que te abría desde arriba con aquel ingenioso sistema de poleas; el jardín al fondo del zaguán y la mesa circular que se dividía en dos mitades chapada con un lamina de cinc y con puntas de clavos a la madera pintada en verde. Aquellas puertas de madera y la masilla pastosa de los vidrios de los balcones, la chimenea de hierro, las sábanas frías y el calentador de camas, la alacena de la cocina en ángulo y las bicicletas ya en desuso de la infancia de nuestros tíos; aquel mundo unido al mundo también creativo de nuestra tía abuela Pilar en Madrid, nos proporcionaban unos espacios magníficos para una imaginación de niño. Visto ahora, aquellos veranos, y aquellos días de la infancia, fueron muy creativos, con lugares mágicos,  incluso con su dosis de misterio, como la sala que no se podía pasar donde quedaba el cuadro de la calavera y un brasero en medio como sala noble que solo he visto después en algunos lugares como el museo romántico de Madrid antes de que lo restauraran. También el destartalado y auténtico taller de herramientas, al lado de aquel aseo tan parecido a esos dibujos viejos de Antonio López, que quedaba al lado del patio. Y esa dosis de miedo, del chiscón que quedaba bajo la escalera, donde alguna que otra vez fuimos amenazados la verdad que sin demasiada credibilidad ya que dentro de él lo único que había entre leños de chimenea y polvo, eran cajas de botellas de champan y de licores sin abrir. Nuestros mayores, todos ellos, nos proporcionaron una infancia feliz, y con el tiempo creo que la felicidad de nuestras infancias de alguna manera mitigaron lo que pudiera haber en ellos  de pesar o de tristeza.

Con el tiempo ves que aquella infancia fue un tesoro a la que irremediablemente tienes que decir adiós, porque comienza otra etapa, en la que aparte de madurar, tienes que dar una respuesta a aquello de lo que de niño no te corresponde ni saber ni opinar, al “complicado” mundo de los mayores. Uno es feliz, de niño,  inmerso en un mundo que te posibilita la vida mientras ignoras todo aquello que de la vida aún no te corresponde saber. En aquella casa si te asomabas a la sala reservada podías sentirte heredero de una aristocracia oculta y sentir el olor de la cera en la madera antigua, pero también mezclarte en el taller de cualquier trabajador lleno de herramientas que disponía mi abuelo. Podías formar parte de un mundo de arte y espíritu, de cercanía con la cultura y también de un mundo familiar tradicional y con capacidad de acoger y de reunir del que disponen algunas abuelas alrededor de la casa y la comida. En aquella infancia luminosa, de los cielos tan nítidos de Segovia, ignoraba la historia, la guerra, la depuración, la división azul, o la razón de ser de la enfermedad del tío Miguel Enrique. Por ignorar ignoraba hasta porque una cosa era bella o dejaba de serla.

En este campo del gusto, algunas cosas las tengo mezcladas entre el mundo de mi madre y el de mi abuela. En ocasiones no sabría encontrar la línea divisoria, esas líneas tan precisas con las que mi abuela pintaba, que eran una suma de líneas rectas, que distinguían la luz de la sombra hasta dar con el ansiado parecido. Esas líneas que separaban lo bello de lo terrible, estaban dentro del universo de mi abuela y a los demás nos tocaba tirar a voleo, un poco a tientas…para acertar y pasar al lugar de los mitos, o para fallar y pasar al callejón de la vergüenza o el bochorno. Esa línea divisoria entre lo bello y lo terrible, me tuvo en vilo, hasta que vino la adolescencia de verdad en la que el ganar o perder la aceptación  por suerte va perdiendo peso, sin que en absoluto eso signifique olvidarse del siempre inabarcable, infinito, misterioso, complejo y siempre lleno de matices y de luces y de sombras, de idas y de vueltas, poderoso, y a veces magnético, “mundo materno”

Con ella recuerdo alguna  misa por la Segovia medieval, su aparador alargado, las sillas de castaño y enea, y los comentarios acerca de si predicaba bien o mal el cura de San Miguel, con esa placa que había a la salida y que a mí me llamaba a atención que recordaba que en  el atrio de esa iglesia había sido coronada reina a Isabel la Católica. Luego el ponche segoviano del nono, y los puros miguelitos en la mecedora con ese humillo  que invadía la sala mientras se quedaba dormido; un televisor pequeño que la verdad se encendía poco, regalo de la tía Maite; el juego de cartas, que se usaban más para hacer una torre con ellas, intentando superar la altura una y otra vez, en la mesa de castaño que revelaba una cierta inclinación del piso…. o los juegos con el cordel de los pasteles, haciendo una cunita que se transformaba en veinte cosas; el olor de la cera en las baldosas de barro viejo del zaguán, o el cartel con los apellidos de ambos "moreno-rexach" tallado en madera por el tío Luis…En general, todo se aprovechaba para algo más, todo tenía una segunda vida, un cartón viejo era un soporte para un dibujo, una madera se reutilizaba para un marco, una tubería para una maceta en el jardín, mezcladas con ese aire de anticuario y de mezcla  de los tiempos que habían ido configurando aquella casa .

A mi abuelo le recuerdo por las calles que iban desde Cheste hasta la Plaza Mayor, saludando efusivamente a sus conocidos y amistades que iban apareciendo a cada paso, haciendo que el camino fuera largo. Le recuerdo sin prisa, y disfrutando de cada encuentro, con una humanidad y un tiempo hoy en día seguramente perdidos. Esa humanidad, que quizá no tenga un reconocimiento explícito, una palabra que lo recoja,  lo considero un tesoro familiar.

En muchas ocasiones me he preguntado, acerca de todo ese miedo pasado, de las largas horas de incertidumbre, del miedo congelado, y de las tragedias familiares surgidas en la guerra y después de ella.  Casi nunca nos hablaron de ello, a excepción de nuestra tía abuela Pilar que solía contarnos  algunos detalles que habían impresionado su memoria. Supongo que  la felicidad de nuestras infancias pudo ser curativa. Volver a ver nuevas bicicletas, los dibujos infantiles, los disfraces, los trabajos manuales, las meriendas en el campo en Segovia, los retos de mi abuelo, su interés por volver a montar en globo, o volver a la montaña, las excursiones,  aquel verano en Jávea, las amistades en Segovia, etc…Yo personalmente añado algún trayecto en el que mi abuelo me llevó a mis primeros campeonatos de gimnasia. Le recuerdo entusiasta, hablando de modo natural con el que entonces fue mi primer entrenador en algún pabellón municipal que haciendo mucha memoria creo que era el de Chamartín. 


Por suerte, nuestras infancias fueron felices y llenas de posibilidades, y con ellas en algo pudo recompensarse esos duros años vividos de miedo, inseguridad, hambre, dolor, y tragedia. Los que hemos nacido en los sesenta apenas sabemos de todo eso. Sabemos más de diversión, abundancia, derroche etc. Solo hace unos años la crisis económica ha venido a dar inseguridad real, trayendo la posibilidad de que lo conseguido puede no ser para siempre. Recordar esos años no está de más y agradecer también a los abuelos, que lo más importante para la vida futura de una persona –esas infancias libres y a la vez protegidas– nos las proporcionaron. Hay tantas cosas que nos llegan desde los abuelos que uno no las valora hasta que detecta que en otros casos no se tienen. La capacidad de convivencia, la honestidad, la generosidad, la capacidad social … la providencia que sentía mi abuela. Esa sensación de sentirse acompañado y de que las cosas vendrán. No siempre se resolvieron a gusto de cada uno de ellos. El blanco y negro de la foto, la luz y la sombra como algo inseparable nuestra vida, la dicha y la tragedia, el predominio del blanco de una relación que alrededor de esos años comienza y que sobrevive a través de los recuerdos, del tiempo, de la pervivencia de la vida en cada uno de nosotros. Creo que la imagen es de un viaje, pero a mi me parece que no, que es el descanso de un rodaje, de alguna película de esas de amor que aparecían en las pantallas de la época, y que mis abuelos salieron de allí para entremezclarse con el mundo real al que algunos mitos consiguen llegar cuando escapan de la pantalla y deciden saltar a la realidad desde su fábrica de sueños.