jueves, 8 de diciembre de 2016

Tres horas y un día (microrelato)







"No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
pero el Jardín Botánico es un parque dormido
en el que uno puede sentirse árbol o prójimo
siempre y cuando se cumpla un requisito previo.
Que la ciudad exista tranquilamente lejos."

Mario Benedetti

J. Almagro, había tomado  prestados dos libros de una biblioteca de Madrid. Ambos de Llamazares con títulos: “Entre perro y lobo” y “La lluvia amarilla”. La biblioteca es una excusa para acercarse hasta un lugar que le atrae, que le obliga a trasladarse desde su relativo aislamiento en las afueras de la ciudad, hasta el corazón de la misma. Una suerte de imprevistos hacen que no encuentre el modo de ir a devolverlos dentro del plazo señalado. Una sucesión de casualidades que se van superponiendo con asuntos más urgentes que la devolución de los libros. Asuntos como  llamar a un amigo que se ha quedado sin trabajo, interesarse por otro que se ha puesto enfermo o asistir a una comida con antiguos compañeros le van dejando sin margen para ir hasta la biblioteca durante varios días una vez agotado el plazo. 

En un hueco de una tarde de sábado se dispone junto a otros recados a adentrarse en Madrid. No dispone esa tarde de coche pero si de moto. Antes de salir mira la previsión del tiempo en esa especie de dios del conocimiento que es Google y comprueba que va a llover pero muy poco, apenas unas gotas. A mitad de camino, contra lo previsto, cae una tromba de agua que le atrapa en la M-30, haciendo muy complicado el acceso a la ciudad. La lluvia en la autopista le salpica con fuerza los ojos, pero si cierra la visera del casco no tiene la suficiente visibilidad como para conducir. Llega empapado, ya cerrando la biblioteca. Le suplica a la bibliotecaria que por favor que solo quiere devolver un par de libros, que le atienda y ella a pesar de indicarle que ya ha cerrado, accede haciendo una excepción. Consigue deshacerse de los dos libros y de sus historias y siente un peso menos.

Al salir de allí  J.Almagro se mete en un bar agradable a tomarse un café y de paso conseguir secarse un poco. Dentro del bar, en el periódico de la barra, lee  una noticia que le llama la atención, la muerte de Marcos Ana, a los 96 años de edad, cuya historia personal es la de un combatiente que estuvo preso en las cárceles franquistas desde los 19 hasta los 41 años. Adopta el nombre de Marcos Ana, juntando los nombres de sus padres. De sus largos años de prisionero, y como único escenario el patio de una cárcel, nace una obra poética con títulos como “decidme como es el árbol” o “pequeña carta al mundo”. 

Una vez que escampa J.Almagro comienza a caminar, hasta una tienda donde hacer un regalo. Con el regalo hay otro regalo por cortesía de la empresa que a su vez encierra una estrategia de marketing cuyo objetivo es no es otro que el conseguir que el cliente vuelva más veces. Luego se mete en una librería en busca de un título concreto “Construir el vacío” pero la zona donde ha de estar, se encuentra ocupada por una sesión infantil de cuentacuentos. Se queda por la librería hojeando otros libros que pudieran interesarle. Al final le llaman la atención unos poemas de Benedetti. Lee como primera cita en la edición del libro esta frase de Arthur Schopenauer: “El amor es la compensación de la muerte, su correlativo esencial”. Con la lluvia hace algo menos de frío. El ambiente ya es pre-navideño. La gente ha salido en tromba después de la lluvia. La lluvia ha salido en tromba antes que la gente. La gente le resulta muy joven. La mayor parte de la gente ha venido al mundo después que él. Y el mundo es otro. La mirada también. Al pasar junto a un antiguo cine le llama la atención un programa de reposición de películas ya clásicas, entre ellas “El precio del poder” con Al Pacino… La gente camina ambientando la calle. Regalos.Regalos.Regalos…

Al día siguiente los telediarios de todo el mundo darían la noticia de la muerte de Fidel Castro, de edad similar a la de Marcos Ana. Ambos de ideología comunista. Uno prisionero de un régimen y de una violencia, el otro protagonista y artífice de otro que quizá sea su correlativo esencial.

Y a mí me dio por pensar que al igual que en una muestra de pelo está contenido nuestro particular código genético, en las tres horas y un día de J.Almagro, bien pudieran estar contenidas las reyertas, los problemas y las pasiones de casi cien años. 

lunes, 21 de noviembre de 2016

fin de semana Cohen

Fin de semana para escuchar de nuevo algunas canciones del mundo personal y a la vez universal de Cohen. En muchos de mis grupos de whatsapp o de facebook , me llegaron enlaces de algunas de sus canciones, textos escritos por periodistas, músicos etc; una versión de Hallelujah cantada por un amigo, la inigualable interpretación de Jeff Buckley, la recomendación del disco de Enrique Morente con algún tema de Cohen (Omega) o la versión de Silvia Perez Cruz de Pequeño vals vienés… Como si fuera un familiar nuestro (o de la humanidad) nunca me habían llegado tantas cosas a la vez de un poeta que se expresó y comunicó a través de la música. Gracias a estos escritos (y a algo de memoria) escuchando de nuevo Take this waltz  y ante la familiaridad de la letra, me fui a un libro de Lorca, Poeta en Nueva York; allí encontré con sorpresa el poema que Cohen había versionado, sin ocultar la referencia ni el ritmo lorquiano escrito como medio siglo antes. (I want you… Iwant you… Iwant you…) en mitad de un libro complejo, al que habrá que volver a leer con las noticias americanas de hoy.

Ese universo personal de Cohen, hecho de misticismo y de deseo, de física y metafísica, de cuerpo y atracción, de armonía y expresión, de sensaciones (quizá más que de sentimientos) de seducción,  voz,  ritmo, etc…temas intemporales que laten en el aire, que están ahí en medio de nuestras vidas y nuestras preocupaciones. El adiós a Cohen, es una señal de vida. Como su encantadora definición de poesía: “la poesía es solamente la prueba de que hay vida. Si tu vida se está quemando bien, la poesía no es más que la ceniza”… Con  algo de enigmático, de misterio alimentado, de leyenda, de logro de un espacio propio, que no es intelectual y tampoco exactamente sentimental. Más bien de una captación y una sensibilidad que busca una verdad de lo que ocurre, (sin forzar lo que debería de ocurrir, ni lo que quieres oir)

Un Cohen, al que por suerte no abarcas del todo nunca…”la poesía viene de un lugar que nadie controla, nadie conquista” en palabras suyas. Lo mismo con sus textos, superpuestos, abiertos, que nos hacen dudar de quien es realmente Suzanne mezclada como acordes musicales con la mística, y la naturaleza…”Y cuando tratas de decirle que no tienes amor para ofrecerle, te coge y te mece en sus brazos, dejando que sea el río el que conteste que siempre has sido su amante…”.Un Cohen cuyo aspecto va variando entre su mundo bohemio de los primeros años y el elegante gentleman casi aristócrata que cuida con esmero su aspecto, su dicción, su exacto tono.

Algo también de cinematográfico, del cine de los setenta, con su look de judío errante en esos lugares mágicos llenos de vida, un muelle, los barcos, una iglesia con una torre y cerca del río en Montreal la casa de Suzanne, esposa de un amigo… de la que sale una canción, como podría surgir una película, una historia…A las conocidas referencias de la literatura  hispana de Lorca , también habría que solapar la tradición irónica de la literatura inglesa, en textos como en el de la canción “ I am your man…” y en su puesta en escena, especialmente en sus últimas interpretaciones esbozando una sonrisa conquistada a base de búsqueda  “Si quieres un amante yo haré todo lo que me pidas pero si quieres otro tipo de amor usaré una máscara por ti"

Lugares comunes de las relaciones humanas. Lugares especiales de la belleza y el misterio. Universo interior misterioso, propio y a la vez común, inentendible del todo, y a la vez capaz de hacernos sentir cosas que están en nosotros. A veces me cansa y otras me entusiasma. Pero sin duda me interesa ese modo de hacer, no revelar el misterio de las cosas, no hacer que sean perfectos más que los acordes, el sonido de un violín en la noche sonando de un modo seductor, mientras el humor se mezcla con el amor, la sonrisa, con cierta sensación de verdad, la distancia con la cercanía, el llanto y la tristeza, con la alegría y la risa….

martes, 1 de noviembre de 2016

la barbería (cuento)

“La prisa se opone a la ternura. No hay ternura apresurada…” J.A. Marina

Nos costó bastante encontrar la barbería en aquel pueblo perdido. Ningún letrero ni reclamo publicitario la acababan de distinguir con nitidez del resto de las casas. Después de preguntar dos o tres veces dimos finalmente con ella. El barbero, un hombre de mediana edad, de voz profunda grave y varonil, estaba en ese momento ocupado cortando el pelo a un cliente. Otro esperaba sin aparente prisa, con ese estar sin más que se da en algunos pueblos, especialmente en los del sur de la península. Le pregunté si podía cortar el pelo a nuestro hijo y nos indicó que volviésemos en dos horas, ya a primera de la tarde. En apenas unos días de trasladarnos a vivir a aquel pueblo, nos habíamos acostumbrado a la falta de inmediatez a la hora de resolver las necesidades cotidianas, de modo  que volvimos de nuevo. Tampoco había elección. A la vuelta otros dos clientes se habían adelantado y esperaban en la puerta acristalada que aún permanecía cerrada formando parte de un frente de local realizado con más esmero que recursos, materializado en el cuidado de la proporción en el despiece de las carpinterías,o en la cuidada elección de un tono verde marino oscuro  de las mismas. Tras una hora de espera nos llegó el turno. Comenzó el corte con oficio  tomándose su tiempo, sin ninguna prisa. Como no me apetecía leer ninguna revista saqué un libro con el que andaba aquel tiempo, “El cielo de Madrid” y avancé unas páginas. A ratos miraba  la imagen que el espejo me devolvía del barbero, deteniéndose en cada corte, sin forzar la productividad más de lo necesario en aquel pueblo perdido donde el tiempo no contaba igual que el tiempo de la ciudad.
“Se parece a mi padre”, me dijo mi esposa. “A la foto de mi padre que ha estado tantos años en casa. Nunca había visto a alguien tan parecido”. Por la edad no podía ser el padre de mi esposa, fallecido hacía muchos años cuando ella era pequeña. Aquella muerte, tenía un punto de tabú, de apagón en la memoria familiar que sin embargo mi esposa tomaba con una naturalidad nada afectada ni traumática; sin embargo, a veces su tendencia a hilar las tramas perdidas le conducía a ciertas preguntas, a interrogarse porque en su casa se había mantenido una distancia tan antinatural, entre el mundo de los vivos y el de los que no lo están.

El barbero tenía una niña pequeña de apenas dos años a la que tomaba fotos con una máquina pequeña y desfasada de vez en cuando interrumpiendo su tarea. La abuela, una señora mayor y menuda, vestida de negro y de pelo cano cuidaba de la niña, apenas ocupando espacio, en dos sillas pequeñas y bajas que quedaban frente al ventanal del local. La niña sonreía unos segundos, manteniendo el gesto durante el tiempo que el barbero tardaba en tomar su cámara y fotografiarla; mientras la abuela, la miraba con ilusión y ternura. Luego volvía cada uno a su mundo. La abuela a dar atención a su nieta, el barbero a su tarea.

Yo veía a mi hijo pequeño de espaldas, en la silla del barbero, mientras le cortaban el pelo y también su rostro a través del espejo a la vez que el barbero lo iba descubriendo y despejando. Ambos reconociendo una cierta familiaridad en su rostro, en la forma de la cara, en el pelo, que estaba cortando, y que caía al suelo con esa dejadez lenta con la que cae el pelo recién cortado. El se miraba a su vez, sin tener del todo clara la consciencia de que estaba dejando de ser niño y empezaba su adolescencia en esos meses. 


Al llegar a casa comprobé entre las cajas de libros y objetos que habíamos traído y que aún estaban por desembalar, que se encontraba el álbum familiar de fotos de mi esposa de cuando ella era pequeña. Me detuve en algunas imágenes en las que ella sonreía en esa edad cercana a los dos años y crucé mi mirada en el espejo de la sala con la imagen de su padre tomándole cada foto concreta, mezclado el aspecto y la voz del barbero que habíamos conocido  aquella tarde con la imagen paterna en blanco y negro de un marco de plata que siempre había estado en su casa materna, deteniéndose con una cámara antigua en el rostro de su hija pequeña que aprendía a sonreir. 

sábado, 15 de octubre de 2016

laberintos


"al igual que en el laberinto, en toda peregrinación se corre el riesgo de perderse. Si se logra salir del laberinto, al volver al hogar, se es ya un ser distinto".
Mircea Eliade. 

Puede que entrar en un laberinto sea como adentrarse en el interior de una metáfora, un mundo que tiene que ver con nuestro propio ser y nuestra propia imaginación, que nos permite recorrerlo con los pies, percibirlo con las manos, sentirlo físicamente a través de un espacio que se escapa de lo convencional y que consigue confundir nuestra mente; mientras se mezcla lo real y lo que habita en la imaginación, mientras uno se siente perdido, uno encuentra a la vez un sentimiento que hay que experimentar de vez en cuando: la posibilidad de que no estén en su sitio esperado todas tus respuestas (nuestros trillados caminos).

En ocasiones, me doy cuenta de que necesito una idea, una solución a algo que no tiene una respuesta inmediata. Mi esfuerzo es buscar y lanzar la pregunta. Entonces, muchas veces sin querer, yendo de viaje, o durmiendo, corriendo o descansando, me viene la idea que necesitaba. ¿De dónde ha venido esa idea sola? ¿Por qué se toma su tiempo? ¿cuantas cosas o decisiones estarán hechas de ideas que han tenido que esperar y que no han sido inmediatas?

Al caminar perdí la sensación del tiempo y también del espacio. Perdido en ambos me desorienté. Perdí el norte. Al llegar al centro del laberinto vi el cielo. La visión enmarcada de un cielo azul en un lugar donde la tierra concentraba una energía especial. Las paredes y la oquedad del centro hacían dirigir mi mirada en vertical hacia el universo. Estaría un buen rato disfrutando del sencillo laberinto y observando sus sombras, los diferentes encuadres, trepando por las paredes, conociéndolo a fondo.

Pensé que ya que en la vida son inevitables los problemas,  aprendamos a trepar por ellos, a continuar seguramente como lo hace el adolescente que salta los muros urbanos con el parkour.  Quizá todos los pensamientos que nos inquietan consisten en uno solo, en comunicar que hay una salida. Sin embargo este laberinto me ha confundido. Su mensaje ha sido que es un lugar interesante para recorrerlo. Y que puede que contenga dos salidas, una hacia la tierra (la de tus propios pasos..) y otra hacia el cielo (ese  lugar donde rebotan todas las preguntas…ese lugar del que me llegan cuando quieren algunas  respuestas) 

sombras


Una vez en la mente, el objeto y su sombra quedan unidos del mismo modo que sabemos que entre la noche y el día existe un hilo conductor invisible y que aún tratándose de cosas diferentes ambas están inexorablemente atadas por el destino. Esta unión tan mágica, queda dividida y a solas, cuando únicamente percibimos la sombra de algo; esos momentos en los que las sombras nos quedan a ras de la vista hablándonos de unas ramas que ocurren por encima de nosotros, o proyectándose y extendiéndose casi libres e inmateriales por el suelo que pisamos; sombras que al detenernos en ellas pueden llevarnos a sentir que son también bellas las sombras de las cosas bellas.

Esas sombras que son huellas en el suelo o en los muros de aquello que no deja pasar la luz, son un primer indicio de algo que existe. Siempre me remiten a algo. Si las pisadas en la arena eran la huella de un paso, la sombra es una huella, una pisada, esta vez de la materia, ante la luz.

Sin luz todo sería sombra, de modo que la huella también podría leerse al revés, ser la luz en el muro el negativo de la sombra, la huella de la luz como regalo que ocurre entre lo oscuro, fragmentos de materia sometida a la luz. Puede que en nuestra mente todo sea sombra, hasta que no llega una luz que ilumina una parte y que deja otra a oscuras o en penumbra.

Nuestra mente, ese ser vivo en el universo, y a la vez un universo también, discurre por el tiempo entre luces y sombras.La sombra,-bendita sombra- deja un espacio bajo los pinos; ese primer espacio para el espíritu humano, donde los antiguos griegos transmitían el pensamiento y el amor al conocimiento. 

En nuestro interior, la sombra, lo sombrío, aquello que no recibe luz, lo podemos asociar fácilmente con lo oculto, lo triste, aunque no tiene por qué ser así. De ahí el elogio de la sombra, el elogio también de lo oscuro. Ha de existir un tiempo de luz, y también un tiempo para la sombra; ese regalo atado a la luz y que nos permite refugiarnos o medir el tiempo.

Recuerdo la primera vez que descubrí mi propia sombra. La recuerdo en un atardecer por los campos castellanos, amarillos cerca de Segovia donde hemos pasado varios veranos. Entonces, en ese atardecer, por algún camino de tierra, descubrí que aun  siendo muy pequeño sin embargo podías proyectar una sombra muy alargada, y que en comparación con la de tus padres o tus mayores, en sombra, la diferencia no era demasiada, ya que todas eran muy grandes.


Aquella sombra grande, me hizo ver, que yo a pesar de ser muy pequeño, tenía importancia.


domingo, 17 de abril de 2016

La otra orilla (cuento)

Durante el cambio que se produce poco después del paso del invierno a la primavera, -esa frontera de la luna llena que marca el transcurso de la Semana Santa- estuve bajando a comer a un chiringuito en la costa que tenía la vocación de querer adentrarse en el mar, flotar o sujetarse  como un palafito, porque una vez sentado allí dentro, solo se veía agua y espuma, con un oleaje algo revuelto y desordenado que recibía y a la vez reflejaba  una luminosidad casi material, tamizada por unas sencillas esterillas que conseguían  un ambiente protegido del exceso de luz con una eficacia sencilla y agradable. También pude disfrutar del sabor, -que siempre mejora fuera de la ciudad y fuera de la prisa- y allí, mezclado con la naturaleza y con bastante más gente, pude apreciar unas sensaciones placenteras y flotantes  que la naturaleza regala en algunos enclaves, sobre todo si en estos el ser humano que trabaja o vive, habita de un modo en el que la naturaleza juegue a su  favor y no en su contra.

Al cuerpo le basta  un simple chiringuito en los paraísos naturales, hecho con materiales cercanos y sencillos como la madera de la viguería del techo o del suelo, las esterillas de caña en las ventanas, o aquello que queda mano en la naturaleza, y mientras uno se une al alcohol del vino o al sabor fresco del atún rojo, a  las ensaladas con marisco y aguacate , al aceite de oliva o  la intensidad tan vitalista del tomate, uno queda mezclado con  lo que la naturaleza ofrece, comiéndose también color y luz contenida en cada sabor maduro, en cada sorbo de vino frío de un rosado que me animé a probar.  Supongo que siempre se está a tiempo para  poder descubrir paraísos naturales y elementales .¿quién no ha podido sentir la plenitud de un sabor cerca del mar y de sus recuerdos? ¿Quién no ha sentido la plenitud de una canción o de la vida misma? Sombra del paraíso llamaba un poeta a esta tierra (o a este mar) una vez alejado de  ella, ¿o quizá se refería solo a su niñez? Quizá que las dos cosas juntas. La niñez mezclada con una tierra que fue un paraíso natural. 

Las parejas o amigos que comen y conforman ese ambiente en el que uno se mete- como quien se mete en el mar- charlan de sus cosas, de sus proyectos, sus impresiones, conviven comparten, alrededor de la comida, mientras el oleaje que queda fuera, le hace a uno sentir vivo, inmerso de verdad en algo. ¿Y si el mundo fuera recién creado? ¿y si nuestras células al igual que los cerezos  resucitara en cada primavera? ¿Si el paraíso no estuviera sólo en el pasado y en la literatura sino en el presente o él futuro también? La vida en el chiringuito prosperó unos días más. El sábado vino por allí un cantante, que recreaba canciones del pasado, con una voz y un deje que quedaban bien en el ambiente flotante, entonando el guantanamera, guajira… cambiando ligeramente el ritmo y adapatándolo a su modo. 

Entonces aunque estuvieses comiendo en las mesas, no se si británicas o españolas, madrileñas o andaluzas, la gente instintivamente cantaba a la vida, al vivir, quizá a un sentimiento de alegría, y se oía alguna mesa entera coreando  guantanamera….sin mayor pretensión  que cantar, y viajar, con ese revuelo que la primavera suele traer a la sangre o a las hormonas, celebrando la vida.

Flotar….a la vez que íbamos perdiendo la gravedad de las cosas. No creo que nadie hablara demasiado en serio de sus problemas, de modo que el cuerpo, (cada célula) necesitaba su dosis de bienestar, de integración en el paisaje, de ser y de sur. No sé a qué hora fue, pues prolongábamos la sobremesa apurando el bienestar sin ninguna prisa ni consciencia, que sin darnos cuenta el chiringuito había perdido su anclaje al firme e iba avanzado en el mar, y  ahora veíamos el agua por las dos ventanas, la que daba al sur y la del norte, convirtiéndolo en una improvisada balsa, mientras las versiones continuaban su curso, con una voz cadenciosa, indeterminada, algo del acento canario, con dulzura… Una vez ahí con el mar por los cuatro costados, nos dimos cuenta de que todos éramos compañeros de viaje. Entonces empezamos a conocernos. A saber unos de otros con esa magia de los viajes. Los ingleses estaban encantados de romper su aislamiento ancestral y contactar con nosotros, de saber algo más, de las historias de nuestras vidas. Y de desconocidos que compartíamos la atmósfera y los sonidos pasamos a ser conocidos. Recordé muchos barcos navegando hacia algún lado, los barcos que huyen de algo, y a la vez con los que sueñan con algo. Me vino a la memoria el  Winnipeg  entre otros. Y girando lentamente llegamos a la otra orilla, a la que quedaba enfrente –mar por medio-de nuestro pequeño paraíso, en donde amarramos aquel empalizado. Seguíamos en lo mismo, pero ahora veíamos la península  desde el sur. El sol nos entraba por nuestras espaldas. El sabor , el vino, la alegría no mermaron, aunque empezamos a añorar nuestro punto de origen. Nos instalamos como emigrantes llevados por la deriva de las cosas, el deje de las canciones, la posposición de todo trabajo. El descanso o la paz.

Y decidimos  volver adonde habíamos partido.

Como siempre, aquel mundo que habíamos vivido, al igual que la niñez, ya no estaba. 
  
Tampoco nosotros éramos los mismos.

sábado, 19 de marzo de 2016

luz de marzo en Madrid


“Vos creéis que hay que pintar las cosas. Yo pinto el ver”

Diego Velázquez, en palabras de Buero Vallejo, en su obra de teatro "Las Meninas" 1960. 

Hay una simetría entre el comienzo y el final del día en la ciudad, algo que nos saca de nuestros propios pensamientos y que nos permite agradecer algo tan esencial como la luz  sobre el entorno, la incidencia de la luz última de la tarde o primera de la mañana de estos días en los que sin prisa vamos dejando atrás un invierno extraño. Inmerso en el movimiento propio y en el del tiempo, hay instantes en los que éste parece detenerse mientras percibo lo intangible de la luz en la materia tangible de la ciudad, rebotando en ella mientras ocurren las cosas.

Tras la luz, tras los vidrios o la materia física de nuestros espacios se interrelacionan las infinitas tramas que tejen un día en la ciudad. La ciudad laboral y su incidencia directa en el mundo de la vida personal de sus habitantes, el casi siempre desconocido destino de nuestros trabajos entremezclado con el de nuestras vidas. La sucesión de nuevas contrataciones o despidos, el nacimiento de nuevas empresas o el seguramente inevitable cierre de otras.  Un mismo día, encierra comienzos y finales de etapas, de proyectos, de deseos o de ilusiones invisibles, y en alguno de ellos puede esconderse la imperceptible frontera del cambio que separa el espíritu de un  tiempo que acaba y el de otro que empieza. La ciudad mientras, se entremezcla con muchas ciudades al tiempo. La ciudad turística, con la ciudad provinciana; la  ciudad cosmopolita, con lo que queda de ciudad castiza; la ciudad de los jubilados con la ciudad de los niños; la prisa de una madre que deja a sus hijos en la guardería en Madrid sorteando los semáforos y tan solo unas horas más tarde en una tregua de trayectos y acelerones la calma de los ancianos que bajan a la plaza de algún barrio periférico, a pasar la mañana, sentados sin más, habitando en su memoria pasada y en el presente del momento… 

Como en nuestra mente, también en la ciudad las cosas pueden quedar a mano o tremendamente lejanas. Una persona decide acudir a un especialista. Otra a ningún lado. Otra está preocupada con su madre. Otra con el rendimiento de su hijo….. Hay una zanja abierta. Una red que se  renueva, un barrio que se reforma, otro que se degrada. Los turistas descansan y tienen cara de turistas. Viven el presente de su viaje. Desayunan con tiempo por delante. Acuden a museos o a lugares que habitualmente no visitarían en su ciudad. Algunos son parejas ya mayores. Otros van por su cuenta, a su aire. Otros en grupo integrándose en esa sensación colectiva y especial que suele darse en los viajes. En la parte alta de un autobús, viéndonos o sin vernos, observan la ciudad, mezclados los tiempos, y mientras ellos recorren los centros históricos de nuestro pasado, la ciudad laboral transita por los trayectos modernos de la M-30 o la M-40.

Unos turistas visitan el Palacio Real o los cuadros del Prado y atienden a las explicaciones de lienzos famosos como las Meninas, Las Hilanderas o la Rendición de Breda…instantes y luces que encierran su misterio en el nunca del todo comprensible aire de Velázquez.… Las columnas neoclásicas de Villanueva del Prado marcan un orden matemático, en ese Madrid de piedra y de ladrillo….

Y mientras la vida y el tiempo discurren con una complejidad también inaprensible. Alguien opera en un quirófano, mientras en ese momento puede que otro alguien corrompa el sistema o la convivencia. Las diferentes generaciones van sucediéndose por la ciudad mientras la configuran con el destino de sus trabajos. Un cuartel, una delegación de hacienda, una sucursal bancaria, una asociación de discapacitados…. Silencio, una sombra, un reducto de paz que va acompañado de armonía. Ruidos, superposición de ruidos. Obras. Superposición de obras. Estadísticas, adioses. Paseos, parques. Calles, barrios. Mundos. Libertad, historia, recuerdos…

Alguna vez todos hemos llegado a Madrid, aunque hayamos nacido aquí. Atrás en el tiempo, casi todos somos de otro sitio. La luz de marzo, choca contra las superficies de la ciudad. La curvatura del hormigón del pirulí, deja deslizar la materia intangible de la luz, por la materia tan sólida del hormigón; Detengo mis sentidos en  el agradecimiento de la luz, en una ciudad que da vueltas, como los años, como los días; miles de historias solapadas pero que están contenidas en una extranjería compartida; algún día todos llegamos a la ciudad, y ese primer día en Madrid, siempre estará en la memoria de aquel que llegó para quedarse viniendo de otra parte, haciendo de ello materia de recuerdo y de encuentro. También la vida. Como llegamos a ella y sus inicios es materia de nuestro urbanismo o arquitectura interior.


Me dejo sorprender por la luz mezclada con el frío de marzo,  viéndola chocar contra la volumetría de la ciudad, contra la tridimensionalidad de las cosas. Ese agradecimiento a la luz, proporciona la posibilidad de detener el tiempo en un instante, y mientras tú pasas puede que sea la ciudad la que se detenga un momento también y te integre en ella, como a los turistas que sin pretenderlo pasan a formar parte de la dramaturgia de las Meninas, o nosotros mismos formando parte de la ciudad mientras viajan viéndonos o sin vernos ellos desde las plataformas altas de los autobuses.

martes, 16 de febrero de 2016

El camino inverso (exposición del escultor Julio López Hernández)

Ya que el oficio del escultor  implica llegar a ser, tanto artífice como testigo de los llenos y de los vacíos, de lo frío y de lo fundido, de lo que se sostiene y de lo que se derrumba por su propio peso, esa  misma cercanía con la materia y sus procesos le implican también con lo que de lleno y de vacío conlleva la vida, con lo que de frío y de fundido tienen nuestras relaciones, y con lo que se sostiene y se derrumba de nuestros propios sueños, esperanzas o proyectos. Esa cercanía  con la parte más literal de la vida, de todo aquello que expresa o que capta VIDA, le hacen a uno sentir al igual que con lo humano, que toda esa materia inerte de bronces o de piedras, no configuran un mundo ajeno.

Cada escultura, cada proceso creativo, conlleva también un fragmento de historia, de relato que uno puede imaginar a partir de la solidez material de cualquiera de sus piezas, pensadas para lugares que se intercalan en nuestras calles, de un modo parecido a la de esos artistas-actores  que se transforman en esculturas urbanas en medio de nuestra ciudad, quietos, con una quietud que se te arroja a la cara a partes iguales entre la desproporción de estar así toda una mañana y la creatividad  de la figura lograda.

El camino inverso, (así se llama la exposición)  es la posibilidad que aquí tenemos de disfrutar de los dibujos previos a determinadas esculturas y de contemplar el paso del dibujo a lo tridimensional a través  unos trazos que constituyen obras plásticas en sí mismas,  donde los pliegues de la ropa, la consistencia del cuerpo o  la caída que la gravedad provoca en todo lo que nos acompaña ya están  presentes. El camino inverso, es también desandar un camino de largos años  y dejarnos seducir en ese juego poético y literario que acompaña el mundo creativo de JLH, mientras al desandar ese camino aprendemos algo de él, enseñándonos a nosotros a observar como el propio dibujo capta una energía vital, como resiste cada cuerpo la gravedad , con que energía se mueve, mira, o hacia donde dirige manos y mirada….Esa inmersión en la realidad  corporal, con dibujos de cuerpo entero y a la misma escala que físicamente somos, unida a la captación del alma o espíritu que originan nuestras expresiones me han descubierto un mundo desconocido y fascinante, con unas sensaciones similares a las que provoca adentrarse en el taller de alguien cuyo trabajo te interesa mientras te comunica  algo de sus pensamientos y sus asombros.

Entremezclados con los carboncillos y los bronces hay una trama de pasión por la literatura, desde esas manos maternas que sostienen un libro de poemas de San Juan de la Cruz tumbada en la cama con una chaqueta vuelta del revés, esos retratos del poeta José Hierro, esa magnífica escultura de  Lorca, o los rostros del historiador  Madariaga, mezclados con los retratos familiares de unos rostros que se repiten y de los que el artista es testigo en el tiempo. La figura de una mujer joven, caminando con sus cuaderno, carpeta y libro en la mano, como si revisara una lectura antes de entrar en clase, en una instantánea que puede ser fragmento de una historia mucho más amplia, mientras que a la izquierda queda la escultura de Lorca, con las manos abiertas dejando volar una alondra, generan y completan esa sensación urbana y ese toque fotográfico de quien capta el instante propio de otra persona.  Todo metido en un mismo material, que materializa por igual  el cartón de una tapa de cuaderno de apuntes con su espiral de alambre, las gomas elásticas de una carpeta con solapas, o la mayor o menor flexibilidad de las tapas de un libro escolar, unido a saber expresar como se adapta un traje en el cuerpo de una mujer, como viaja con nosotros un abrigo mientras caminamos, como se volumetriza la caída de una bufanda de lana, o el pelo que cae por la espalda…Todo ello pasado a la nobleza del bronce, mármol o resinas, como quien pasara cosas muy distintas a la unidad de una sola materia, del mismo modo que las palabras que no son otra cosa que conjuntos de letras similares nos transmiten infinitos significados diferentes.  Así la materia del escultor, capaz de hacernos sentir la memoria de aquellas carpetas normales y habituales que cualquier estudiante ha utilizado, el repaso de última hora de un examen de algo…mientras al lado, queda la figura de Lorca, con un pájaro a punto de volar en libertad, en nuestra imaginación o en nuestros sueños, conformando esa realidad repleta  de símbolos, de momentos que uno detiene en la memoria  y que le gustaría expresar  para que no se pierdan. Momentos cotidianos, capaces de enamorarnos de un modo humano;  capaces de hacernos  percibir algo más que un mensaje concreto. La impregnación en el aire de  una energía personal, que luego queda materializada en algo que parece muy real, tridimensional, dejando detalles de un momento que en algo nos cautivó o  nos llenó de una energía admirable.


Uno entremezclado con  la piedra y el barro, el bronce y el carboncillo, la madre y el parto, la lectura o la música,  la posición erguida o tumbada, la expresividad de nuestra propia postura, el lenguaje del cuerpo, lo que anuncia algo, una lluvia, un cambio, un espejo…un gesto o un descubrimiento, la niñez y la vejez, en un oficio al que JLH le ha quitado el pedestal para hacerlo a ras tuyo, mezclado eficazmente entre la gente, haciendo de su oficio algo así  como un juego de espejos de asombro que nos hablara de nosotros mismos. 


El camino inverso. Exposición del escultor Julio López Hernández. Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Madrid. Hasta 6 de Marzo 2016.

domingo, 7 de febrero de 2016

trayectos.

Algunos tramos de la vida son inseparables de los trayectos, los tiempos empleados para ir de un sitio a otro, los escenarios por los que pasábamos hasta llegar al instituto, a la universidad o más tarde a nuestro primer trabajo. Aquellas primeras decisiones que tomábamos, elegir estas u otras asignaturas, apuntarse o desapuntarse a un deporte, ganarse un dinero con alguna actividad, o elegir unos estudios universitarios u otros, iban a configurar aparte de la sustancia de nuestras elecciones, unos determinados trayectos que íbamos a repetir durante muchos días en una ciudad que como nosotros mismos estaba destinada a ir transformándose a través del tiempo. Todo cambiaba con rapidez, y cada año tenía un ritmo, aunque no lo percibiéramos entonces, como no se percibe ni el crecimiento ni el deterioro de nadie en un solo día,  sin ser conscientes del cambio en el que estamos inmersos ni del posible futuro de  la ciudad o de nosotros.

De aquellos trayectos urbanos en los que uno atravesaba tiempos y espacios, barrios y  mundos que aquellas decisiones nos habían obligado a atravesar, iba quedando en la memoria un  Madrid que se iba conociendo y descubriendo desde paradas de metro, paradas de autobús o caminando mientras uno iba haciéndose con una ciudad que recuerdo envuelta en un gris urbano de días nublados y de asfalto mezclados con esa tonalidad neutra que se esconde en el interior de la piedra de nuestra sierra. El hormigón con sus capas sucesivas del humo de los coches de Cuatro Caminos, aquella mole de puente que en su momento había sido una solución aceptada y moderna, la recuerdo más bien por el espacio sombrío que dejaba la parte inferior de la losa del  puente, con aquel giro de autobús que yo tomaba hasta Moncloa y desde allí a la escuela de arquitectura esperando un tiempo parado bajo aquel puente hasta que arrancaba. Cuatro Caminos, era un lugar que recuerdo por su tienda de discos, con aquella  artisticidad de las portadas expuestas en aquel pequeño escaparate, que contrastaba con la dureza de aquellos soportes del puente que como muchas otras paredes y calles de aquel Madrid servían de base y de soporte para las diferentes ideas, de reclamo de una efervescencia cultural plagada de eventos y conciertos musicales. Aquel Madrid, era un Madrid donde aún el pensamiento y la dialéctica ocupaban un espacio físico y tangible, antes de que la prepotencia del dinero, la soledad del egoísmo, o la vaciedad del descerebramiento hubieran llegado al día a día de ese espíritu de los tiempos que más o menos trae consigo cada década. 


Apenas queda nada de los vinilos, del vidrio que separaba el deseo de un disco, y la posibilidad de comprarlo por un dinero que para un joven siempre era mucho. La lenta desaparición física del  papel de la prensa, o del protagonismo propio de los cafés y sus conversaciones de cualquier bar de Madrid, mezclándose las capas de humo y de carteles  sobrepuestos contra el hormigón de aquel puente, en el que recuerdo un día de lluvia resguardándose bajo su losa  a un Alfonso Guerra de la época progre arengando contra la entrada en la OTAN con el ambiguo lema de “OTAN de entrada no”. Unos meses después, Guerra y González, asomados a la ventana alta de un hotel habían llegado al poder. A partir de ahí,  la historia ya fue otra. Los trayectos tomaron sus giros como aquellos autobuses en Cuatro Caminos. Y la gente siguió madrugando, yendo al trabajo, los carteles poco a poco fueron perdiendo su materia, la yuxtaposición de unos contra otros haciendo de sus capas un gramaje denso de mensajes o de imágenes sobrepuestas de mensajes políticos, conciertos, ofertas de viajes universitarios…. Los discos poco a poco fueron desapareciendo, perdiendo peso los cines, las películas de pensar, las librerías, para ir desembocando en el mundo virtual y más plano y lleno de gafas y de ópticas de nuestra ciudad ahora turística que va rescatando cada año, un tramo antiguo, una esquina, una moldura ecléctica que el desprecio de los setenta y los ochenta tendían a olvidarlos como quien lanza a la invisibilidad  un pasado contra el que combatió.  

En aquellos trayectos urbanos, un arquitecto en ciernes, observaba la ciudad, la lectura de sus edificios deslumbrándose por unos hitos modernos en los que casi nadie se fijaba, inmerso en esa especie de religión de la arquitectura que deja sus señales en la ciudad como los hechos sagrados de un mesías en el evangelio. No creo que reparara demasiado en aquel puente y la  mole gris del hormigón urbano que  un buen día desapareció. Aquel escenario inevitable de los trayectos de parte de tu vida, de repente cambia como quien cambia los azulejos de una cocina o la distribución de una casa y no acaba de reconocer el espacio en el que ha repetido muchos trayectos. El espacio cambia y desparece el artefacto de un tiempo, que vuelve a dejar los balcones del primero y del segundo piso de los edificios en su dignidad original con el mismo poco ruido que previamente los había dejado a ras del humo de escape de los coches. Años después Cuatro Caminos volvió a tomar ese toque urbano y metafórico que uno gusta percibir en la ciudad…son los trayectos, la vida, los giros, los autobuses…los tiempos muertos que no lo son, en los que nos fijamos en nuestro entorno, en la configuración de nuestras calles, en decisiones que nos llegan a veces en las paradas inclinando la balanza de nuestra voluntad para  apuntarse a algo o desapuntarse, para pasar a ser parte de tu ciudad, viajando en la inercia de nuestras propias decisiones,  ocupando la mente en lo que fuera en aquellos tiempos muertos hasta que el autobús arrancaba…

domingo, 31 de enero de 2016

Tiene que llover...

Tú y yo, muchacha, estamos hechos de nubes
pero ¿quién nos ata?
Dame la mano y vamos a sentarnos
bajo cualquier estatua
que es tiempo de vivir y de soñar y de creer
que tiene que llover
a cántaros.

Pablo Guerrero. (de la canción “tiene que llover”)

Aún no había cumplido yo los diez, cuando del mundo creativo de Pablo Guerrero, nació aquella música y aquella letra, cuya suerte discurrió paralela a lo que pudiera ser la historia de nuestro país en los últimos cuarenta años. De aquel mundo poético-musical de inicios de los setenta que sonaba en mi niñez y que recuerdo a través de  la magia y de las vueltas de los discos de vinilo  “tiene que llover” abría una puerta a la esperanza,  a esa idea de progreso social que en general pervive en algún lugar nuestro y que permite creer que el futuro será mejor para todos que lo ya pasado.  “Tiempo de vivir y de soñar y de creer que tiene que llover” recogía del aire de su tiempo un espíritu de unos años a los que me he referido alguna vez, en los que se confiaba en un futuro mejor, y en los que  soñar con el futuro era parte de la ilusión con la que se afrontaba el presente.  Una canción de amor, donde el anhelo de libertad tenía una referencia muy clara de rechazo a una dictadura militar que aún subsistía. Tiene que llover, representaba  el deseo de renovación, y enlazaba también con una gran  parte de la población rural de nuestra geografía que en aquellos años había abandonado esa realidad más dura que utópica del campo, para integrarse en una realidad aún más compleja que era vivir y sobrevivir en la ciudad. Una vez lejos del campo, ese campo matérico y ya mitad parte de la memoria y mitad parte del deseo de vuelta a los orígenes que uno siempre conserva, la lluvia podía ser un bien común a ambos mundos, posibilitando la unión de lo físico y lo simbólico;  la necesaria fertilidad de la tierra para el que vive del trabajo del campo, y  la necesaria limpieza del aire y de las calles para el que vive en la ciudad.

Puede que los poetas, los pensadores, los soñadores, estén siempre ahí, y que el tiempo simplemente los haga visibles. Puede que lleguen a configurar un espíritu, una sensibilidad que caracterice ese fragmento de tiempo que logran comunicar. Luego, el tiempo pasa y trae otros tiempos distintos y los vuelve a hacer invisibles hasta que en el mismo aire se percibe que se han roto demasiadas cosas y que se hace necesario renovarlas. Y entonces puede que más de uno recuerde en la lejanía esa canción que ni siquiera fue éxito, pero que a uno no le pasó desapercibida. Aquella  letra que incluía ese  “tú y yo muchacha estamos hechos de nubes pero ¿quién nos ata? supongo que anidó y quedó al menos unos instantes en la mente de quien tiende a hacerse preguntas. Los tiempos lanzan al olvido el espíritu que los configuró, pero muchos años más tarde alguien puede recordar que fue de aquella sensibilidad, como le fue la vida, que tal pasaron los años por él y por lo que pudo llegar a hacer.


El tiempo, los tiempos, no hace demasiado volvieron a traer  sentido y necesidad de aquellas sensaciones que a mí me habían transmitido y seguramente configurado ese tipo de canciones y de letras como “ tiene que llover”. Me lo imagino en boca de mucha gente sencilla del campo mirando al cielo, con esa sabiduría de los hombres que viven de su tierra expresando “va a llover” o “ tiene que llover”. Esa sencilla expresión en mitad de tantas mentiras tan complicadas que nos llegan por tantos lados, es la fe de los que creemos en pocas cosas y de los que nos resistimos  a pensar que el futuro ha de ser peor. El futuro será lo que hoy cada día vayamos construyendo, con renovada participación y sobre todo sin miedo. 2016, estrena un nuevo Congreso, nuevos representantes mezclados con antiguos  representantes de cada uno de nosotros. En muchos de los escritos que leo, observo un pesimismo, una angustia por la indefinición de los tiempos. Pero uno siente que no tiene por qué ser así…espera un poco…tiene que llover y la lluvia ha de limpiar aún más la ciudad,  y fertilizar más el campo…  pararse a detectar que  “hay señales que anuncian que la siesta se acaba…” La lluvia, mezclada con nuestro trabajo, esfuerzo, participación, generando dudas, luchas, debates, día a día nos sacará de nuevo adelante y mejor. Es momento de encontrar la  sencilla verdad de cada cosa. La verdad que realmente hay detrás de cada proyecto. Y la mayor verdad yo la encuentro en dejarse oxigenar por el aire y la lluvia, en escuchar,  vislumbrar y debatir proyectos nuevos y atractivos para nuestra historia y nuestra nación, que sean capaces de generarnos un nuevo espíritu común que aún no ha llegado. 

lunes, 18 de enero de 2016

mis abuelos


Esta foto, de la pareja que formaron mis abuelos, antes de que el tiempo y la vida nos trajera a cada uno de nosotros, y antes también de que el tiempo y la vida trajera cada contexto de la historia y los acontecimientos en los que se desenvolvieron sus vidas, pertenece a una de esas imágenes que quedan de testimonio de un pasado en el que uno no estaba y que encierran ya parte del  futuro, de lo que fue luego nuestra vida, con esa magia del blanco y negro potenciada por el blanco galante de un hombre de mirada a lo lejos y de frente despejada, (como le gustaban los hombres a mi abuela) y una mujer de rasgos bellos, de pelo y ojos oscuros, de boca fina y bien dibujada, que mantiene su independencia mientras él la acerca y la protege. 

En ellos reconozco a mis abuelos,  idealizados por la juventud y la ilusión, por el glamour de una época que quizá fue dulce, para nosotros muy desconocida debido a ese abismo en el tiempo que separó los tiempos en el antes y después de la guerra. Aquellos años vividos por ellos son mi referencia vital más cercana en cuanto al pasado del que venimos. Aquello que sabemos que ocurrió pero que no hemos vivido en el tiempo en que las cosas ocurrieron, pasa a formar parte de la constante asimilación de lo que fue la historia y también del conocimiento de la personalidad y la forma de ser de los que nos trajeron al mundo. Ambas cosas, ocupan siempre una parte de nuestras vidas y a veces viajan con nosotros sin que sepamos distinguir del todo las fronteras, entre lo que somos de originales y lo que hay en nosotros de sobrevenido, transmitido, o configurado por nuestros mayores.  

De mi niñez y de ellos, en mis recuerdos priman la felicidad, el cariño, y la ilusión por verles, con una cercanía y unos tiempos distintos a los de ahora, seguramente más largos, más lentos, sin prisa y como si se tratara de fotografías  propias de la memoria, les puedo volver a ver reproduciendo su presencia  en salón de nuestra casa en la comida de un domingo,  o cuando pasábamos aquellos largos meses de  verano familiares en la casa de Segovia, con aquel mítico mini ingles de color verde carruaje y con madera en las aristas. La enorme casa de Segovia (a mi me lo parecía) su aldaba de hierro fundido para llamar y el original tirador que te abría desde arriba con aquel ingenioso sistema de poleas; el jardín al fondo del zaguán y la mesa circular que se dividía en dos mitades chapada con un lamina de cinc y con puntas de clavos a la madera pintada en verde. Aquellas puertas de madera y la masilla pastosa de los vidrios de los balcones, la chimenea de hierro, las sábanas frías y el calentador de camas, la alacena de la cocina en ángulo y las bicicletas ya en desuso de la infancia de nuestros tíos; aquel mundo unido al mundo también creativo de nuestra tía abuela Pilar en Madrid, nos proporcionaban unos espacios magníficos para una imaginación de niño. Visto ahora, aquellos veranos, y aquellos días de la infancia, fueron muy creativos, con lugares mágicos,  incluso con su dosis de misterio, como la sala que no se podía pasar donde quedaba el cuadro de la calavera y un brasero en medio como sala noble que solo he visto después en algunos lugares como el museo romántico de Madrid antes de que lo restauraran. También el destartalado y auténtico taller de herramientas, al lado de aquel aseo tan parecido a esos dibujos viejos de Antonio López, que quedaba al lado del patio. Y esa dosis de miedo, del chiscón que quedaba bajo la escalera, donde alguna que otra vez fuimos amenazados la verdad que sin demasiada credibilidad ya que dentro de él lo único que había entre leños de chimenea y polvo, eran cajas de botellas de champan y de licores sin abrir. Nuestros mayores, todos ellos, nos proporcionaron una infancia feliz, y con el tiempo creo que la felicidad de nuestras infancias de alguna manera mitigaron lo que pudiera haber en ellos  de pesar o de tristeza.

Con el tiempo ves que aquella infancia fue un tesoro a la que irremediablemente tienes que decir adiós, porque comienza otra etapa, en la que aparte de madurar, tienes que dar una respuesta a aquello de lo que de niño no te corresponde ni saber ni opinar, al “complicado” mundo de los mayores. Uno es feliz, de niño,  inmerso en un mundo que te posibilita la vida mientras ignoras todo aquello que de la vida aún no te corresponde saber. En aquella casa si te asomabas a la sala reservada podías sentirte heredero de una aristocracia oculta y sentir el olor de la cera en la madera antigua, pero también mezclarte en el taller de cualquier trabajador lleno de herramientas que disponía mi abuelo. Podías formar parte de un mundo de arte y espíritu, de cercanía con la cultura y también de un mundo familiar tradicional y con capacidad de acoger y de reunir del que disponen algunas abuelas alrededor de la casa y la comida. En aquella infancia luminosa, de los cielos tan nítidos de Segovia, ignoraba la historia, la guerra, la depuración, la división azul, o la razón de ser de la enfermedad del tío Miguel Enrique. Por ignorar ignoraba hasta porque una cosa era bella o dejaba de serla.

En este campo del gusto, algunas cosas las tengo mezcladas entre el mundo de mi madre y el de mi abuela. En ocasiones no sabría encontrar la línea divisoria, esas líneas tan precisas con las que mi abuela pintaba, que eran una suma de líneas rectas, que distinguían la luz de la sombra hasta dar con el ansiado parecido. Esas líneas que separaban lo bello de lo terrible, estaban dentro del universo de mi abuela y a los demás nos tocaba tirar a voleo, un poco a tientas…para acertar y pasar al lugar de los mitos, o para fallar y pasar al callejón de la vergüenza o el bochorno. Esa línea divisoria entre lo bello y lo terrible, me tuvo en vilo, hasta que vino la adolescencia de verdad en la que el ganar o perder la aceptación  por suerte va perdiendo peso, sin que en absoluto eso signifique olvidarse del siempre inabarcable, infinito, misterioso, complejo y siempre lleno de matices y de luces y de sombras, de idas y de vueltas, poderoso, y a veces magnético, “mundo materno”

Con ella recuerdo alguna  misa por la Segovia medieval, su aparador alargado, las sillas de castaño y enea, y los comentarios acerca de si predicaba bien o mal el cura de San Miguel, con esa placa que había a la salida y que a mí me llamaba a atención que recordaba que en  el atrio de esa iglesia había sido coronada reina a Isabel la Católica. Luego el ponche segoviano del nono, y los puros miguelitos en la mecedora con ese humillo  que invadía la sala mientras se quedaba dormido; un televisor pequeño que la verdad se encendía poco, regalo de la tía Maite; el juego de cartas, que se usaban más para hacer una torre con ellas, intentando superar la altura una y otra vez, en la mesa de castaño que revelaba una cierta inclinación del piso…. o los juegos con el cordel de los pasteles, haciendo una cunita que se transformaba en veinte cosas; el olor de la cera en las baldosas de barro viejo del zaguán, o el cartel con los apellidos de ambos "moreno-rexach" tallado en madera por el tío Luis…En general, todo se aprovechaba para algo más, todo tenía una segunda vida, un cartón viejo era un soporte para un dibujo, una madera se reutilizaba para un marco, una tubería para una maceta en el jardín, mezcladas con ese aire de anticuario y de mezcla  de los tiempos que habían ido configurando aquella casa .

A mi abuelo le recuerdo por las calles que iban desde Cheste hasta la Plaza Mayor, saludando efusivamente a sus conocidos y amistades que iban apareciendo a cada paso, haciendo que el camino fuera largo. Le recuerdo sin prisa, y disfrutando de cada encuentro, con una humanidad y un tiempo hoy en día seguramente perdidos. Esa humanidad, que quizá no tenga un reconocimiento explícito, una palabra que lo recoja,  lo considero un tesoro familiar.

En muchas ocasiones me he preguntado, acerca de todo ese miedo pasado, de las largas horas de incertidumbre, del miedo congelado, y de las tragedias familiares surgidas en la guerra y después de ella.  Casi nunca nos hablaron de ello, a excepción de nuestra tía abuela Pilar que solía contarnos  algunos detalles que habían impresionado su memoria. Supongo que  la felicidad de nuestras infancias pudo ser curativa. Volver a ver nuevas bicicletas, los dibujos infantiles, los disfraces, los trabajos manuales, las meriendas en el campo en Segovia, los retos de mi abuelo, su interés por volver a montar en globo, o volver a la montaña, las excursiones,  aquel verano en Jávea, las amistades en Segovia, etc…Yo personalmente añado algún trayecto en el que mi abuelo me llevó a mis primeros campeonatos de gimnasia. Le recuerdo entusiasta, hablando de modo natural con el que entonces fue mi primer entrenador en algún pabellón municipal que haciendo mucha memoria creo que era el de Chamartín. 


Por suerte, nuestras infancias fueron felices y llenas de posibilidades, y con ellas en algo pudo recompensarse esos duros años vividos de miedo, inseguridad, hambre, dolor, y tragedia. Los que hemos nacido en los sesenta apenas sabemos de todo eso. Sabemos más de diversión, abundancia, derroche etc. Solo hace unos años la crisis económica ha venido a dar inseguridad real, trayendo la posibilidad de que lo conseguido puede no ser para siempre. Recordar esos años no está de más y agradecer también a los abuelos, que lo más importante para la vida futura de una persona –esas infancias libres y a la vez protegidas– nos las proporcionaron. Hay tantas cosas que nos llegan desde los abuelos que uno no las valora hasta que detecta que en otros casos no se tienen. La capacidad de convivencia, la honestidad, la generosidad, la capacidad social … la providencia que sentía mi abuela. Esa sensación de sentirse acompañado y de que las cosas vendrán. No siempre se resolvieron a gusto de cada uno de ellos. El blanco y negro de la foto, la luz y la sombra como algo inseparable nuestra vida, la dicha y la tragedia, el predominio del blanco de una relación que alrededor de esos años comienza y que sobrevive a través de los recuerdos, del tiempo, de la pervivencia de la vida en cada uno de nosotros. Creo que la imagen es de un viaje, pero a mi me parece que no, que es el descanso de un rodaje, de alguna película de esas de amor que aparecían en las pantallas de la época, y que mis abuelos salieron de allí para entremezclarse con el mundo real al que algunos mitos consiguen llegar cuando escapan de la pantalla y deciden saltar a la realidad desde su fábrica de sueños.