miércoles, 11 de marzo de 2015

El origen de las cosas (cuento)


“Cuando era joven, antes, probablemente, de cumplir los veinte años, siempre me reconocía en el espejo, no porque supiera con exactitud cómo era, no se trataba de eso, me sentía muy desorientada, me extrañaban las cosas que me decían, las cualidades que me atribuían, los defectos que me achacaban, no entendía como todo el mundo parecía conocerme tanto, definirme tanto, sino porque a la joven del otro lado del espejo, siempre le pasaba lo mismo que a mí. Esa joven era la única persona del mundo capaz de comprenderme. “
Soledad Puértolas.

“Era domingo. Londres estaba vacío, vacío. Toqué a ese perro y le dije: ”Jo macho, que solos estamos”  Se levantó y me marcó el paso por delante. Empezó a entrarme un calorcito de compañía ¿no sabes? Un perro que me miraba, me empezó a gustar. Llegué a mi casa y se sentó afuera. Abrí la puerta y él se volvió por el camino que había venido. Aquello me alivió. Me sentí feliz. Me dije. Sole, ya nunca te vas a sentir sola. Será un perro, un pájaro, una nube, no sé, pero me di cuenta de que esa capacidad para no temer la soledad, estaba dentro de mi.”
Soledad Lorenzo.

Las dos citas tienen en común, el nombre de  Soledad y un encuentro. El de Soledad Puértolas (escritora) consigo misma, a través del espejo. El de Soledad Lorenzo (galerista) con algo capaz de romper de por vida el temor a la soledad. Las dos citas me llamaron la atención en su momento,  y de ellas nace esta esta tercera historia la de Soledad Candela, esta vez personaje imaginario observadora e, inteligente desde pequeña, con una mirada que no deja de enseñarme cosas de la vida aunque ella desconozca su origen.  


Cuando Soledad Candela dibujó aquel trazo, sintió que era la segunda vez que pasaba por el mismo punto. Sin pretenderlo, había cerrado un contorno parecido a un círculo. Se despistó unos instantes mirando los coches circular por la M-40 (muchas veces lo hacía) y volvió de nuevo a la pantalla de su ordenador para seguir con el ejercicio de proyectos de su último año de arquitectura. No sabía si habían pasado unos segundos o varios minutos, pero al volver a su tarea, sintió que algo había cambiado. El tiempo contiene instantes en los que puede llegar la clave de algo que seguramente se anhela, y que se producen por si mismos, sin que aparentemente la voluntad tome cartas en el asunto. Al cerrar aquella línea, al pasar por ese punto, tuvo la sensación de que su historia y ella misma habían tomado un curso diferente. Había pasado por ella tan sólo un pensamiento, una intuición, como quien ha pasado por la noche y el sueño ha dejado hecho su trabajo al margen de nuestro control.

Pero era de día, y se trataba de una idea concreta. Miró el sofá, y decidió deshacerse de él. Miró los edificios de Madrid a lo lejos, las torres que se destacaban con nitidez hacia un cielo despejado, y decidió dejar ya de imaginarse el rostro de su padre en cualquiera de ellos. No sabía si se trataba de un salto de madurez o un salto de decisión; una especie de salto cuántico que le cambiaba de órbita. Había pasado algo en su interior aquel instante, sin hacer nada, viendo los coches circular, o mejor dicho no viéndolos ya, viendo tan solo lo que le quedaba de recuerdo en la vista de aquel paisaje repetido, de los coches que circulan rodeando la ciudad para llegar a sus destinos, algunos elegidos, otros necesarios, a veces indeseados, no siempre buscados.

Volvió a la pantalla de su ordenador y deshizo el último trazo que cerraba el contorno que acababa de hacer, y dejó aquella línea abierta, parándose a contemplar, la fuerza del cambio que una simple forma provoca en el recorrido de las cosas. Me gusta así, -pensó- me gusta más así, consciente de que el trazo que hacía le reflejaba más a sí misma. Con esa forma en la traza en planta comenzó a distribuir los apartamentos de la torre que estaba proyectando.

No hacía  demasiados meses que había muerto su madre. Durante su enfermedad, tuvo que convivir con el horizonte de que la expectativa de un día cualquiera sea tan solo conseguir que acabe; llegar hasta el final de él, sin que el sufrimiento y el dolor te minen del todo la moral. Al principio pensó que sobreviviría. Se cortó el pelo como ella, por solidarizarse más aún, y se ponía un gorro para ir a la universidad. Se vió como un chico con el pelo corto, renunciando a su pelo, como queriendo echar más fuerza al obstáculo, -la enfermedad-  pensando que entre las dos podrían vencer mejor a quien se hubiera interpuesto en la continuidad de la vida. No acabó de dar resultado. Su madre iba perdiendo el hilo de la vida, y le arrastraba hacia un mundo oscuro y con ella iba perdiendo su apoyo, una parte verdadera de sí. Aunque en ocasiones discutían ella había sido quien le había  ido llevando hasta hoy, hasta este momento en el que la soledad le había calado hondo, dejando algo de la frialdad que la soledad lleva, y algo a la vez del fuego latente que provocan los enfados no expresados con la vida misma.

Pensó en ella. En realidad no había dejado de hacerlo un solo día. A continuación recibió un mensaje de Juan, su novio. Hacía unos días habían hablado con más amigos el cómo denominar a las personas con las que tenemos una vinculación afectiva. Su chico, su novio, su pareja, su esposo, su marido. Ninguna perfecta. En cualquier caso, -el hombre con el que tenía una relación afectiva- .En bastantes ocasiones y sobre todo en las últimas semanas habían hablado de irse a vivir juntos. Si no lo había hecho antes era simplemente por el apego a su madre, que aunque ya no estuviera físicamente constituía para ella un lazo irrompible, no sólo por los afectos, sino también por todas las emociones heredadas y que siguen circulando por si mismas.

Volvió de nuevo a su tarea. Pensó en los trayectos, que haría la gente, los pasillos, los ascensores. Los trayectos que harían el aire y la luz. Los trayectos que harían de su edificio algo dinámico y vivo. Disfrutaba con ello. Por unos momentos se sintió poderosa, creando algo. Observando tan sólo que si desplazaba un núcleo de comunicación de sitio, o incorporaba una idea interesante, aquello que estaba creando mejoraba, se ordenaba, o adquiría consistencia.  

Aunque demasiadas veces detestaba tantas horas de dedicación, no le importaba dejarse absorber por su actividad. Ver surgir una idea de un dibujo muy simple, y verlo ir creciendo, gestándose. Creciendo cada día, hasta que ves su final, para  sentir las ganas de comenzar de nuevo con otro. Se despista unos instantes con lo de su madre y la persistencia de su voz. ¿Sole? Deberías parar ya, y cenar algo. Sole, no puedes estar siempre encerrada, sal y diviértete también...Hace unos instantes se ha sentido capaz de deshacerse de sus recuerdos pero no de sus sonidos. A veces tampoco de los olores. No sabe si hace lo que le gusta, o lo que hace es un mandato que ya no se sabe de donde viene. Como si alguien le hubiera diseñado un pasillo en su mundo interior que se ignora que es curvo, y que sin darte cuenta si no tomas una salida te devuelve  al mismo sitio, sin llegar a ninguna parte.

Vuelve una tarde y otra a su tarea. La fecha de entrega, la perseverancia en querer hacerlo bien. Las correcciones en la escuela. La crítica. El sometimiento a evaluación constante de los otros. La evaluación de su proyecto a la luz de otra mente, de su vida a la luz de los otros, de su aspecto, su ropa, su pelo…. todo pasando por el filtro de los demás. El temor, la susceptibilidad, el miedo a no gustar. La falta de nada fuerte en lo que agarrarse. Al final, estar preparada para escuchar cuatro o cinco adjetivos que casi nunca compensan el trabajo de  muchas horas; adjetivos que quizá no vayan a ningún lado. Interesante, perfecto, torpe, sutil, horroroso, elegante, potente, ingenioso…adjetivos que sólo expresan de la manera que mejor convenga algo que viene a situar en la mente del otro una línea divisoria de ese primer instinto de aceptación o de rechazo de lo que se nos presenta a la vista.  

Juan insiste con los mensajes al móvil. ¿q tal vas? Llevan días madurando la idea de irse a vivir juntos y comenzar esa nueva vida. Pero Soledad siempre ha sentido que existe una fuerza que se lo impide. No tiene más remedio que seguir. Es tarde ya. Lo mejor ya es no mirarse y evitar ver esas ojeras que hacen imposible un mínimo de gusto por uno mismo. Seguir, como si el día y la noche no existieran. Ver amanecer, el leve ruido de los primeros coches, los primeros perros paseando por la mañana aún oscura, cerca del terraplén inacabado que queda frente  a su bloque.  

Es temprano aún. El póster de un abrazo, con las personas de espaldas, que tiene enmarcado en el salón donde trabaja, revela un tiempo que también ha desaparecido. Un segundo, un instante que ya no está. Apenas unas líneas sugieren una pasión eterna, pero esas gabardinas y esos sombreros, revelan una época ya lejana, extinguida, igual que se extingue un segundo, un instante. Igual que se extinguieron algunas palabras, por desuso. Los planos, imprimiéndose ya por el plotter, saliendo con esa lentitud desesperante, en la que no puede evitar mirarlos de reojo, y pensar, que podría estar mejor, que no le acaban de gustar del todo. Pero es la fecha, de modo que hay que entregarlos. Y más que acabar, siente el comienzo de una cuenta atrás. No quiere estar más aquí. Es la breve frase que resume lo que pasó por su mente en un instante desde su ventana. Toma el coche y sabe que algo ha acabado y que ahora se atreve a algo. A mandar ese piso trece al mundo de los recuerdos. Tomar una salida. Mandar todo ese trayecto de su vida al pasado. A otro instante. A deshacerse de un tabú, de un silencio que había reinado en todos los años que había vivido con su madre, el abandono y la ausencia de su padre. Definitivamente ha decidido irse a vivir con Juan. Después de la entrega se lo dirá... Ha decidido no llevarse casi nada. Tan sólo el cuadro de las personas sin rostro que no sabes si llegan o se despiden, algunos de sus dibujos y proyectos y comenzar algo de cero. El origen no es ella. Su torre abierta, con luz y los trayectos. Dejar en los recuerdos su ventana, para poder seguir. Arranca el coche, y se integra en el flujo de coches que van desde la M-40 a sus destinos. Todos llevan una velocidad similar y ordenada. Todo funciona una vez puestos allí, sin que importe de donde han venido. Desde ahí pueden llegar a cualquier calle. Una vez cerrada la autopista, pueden  dar vueltas infinitas, salirse del tiempo y Soledad diluirse con ellos, con los planos enrollados en el asiento de atrás, listos para dar por zanjada una etapa, y dejar en la memoria aquellas paredes y aquellos paisajes de un punto inacabado de la ciudad, en donde creció su mundo imaginativo, su terraplén y aquellas mañanas después de noches despiertas, donde madrugaban los primeros coches y los perros, y donde ahora viéndolo por el retrovisor a lo lejos, comienzan a  caer rodando muchas de las cosas que ya no le  importan.