viernes, 10 de mayo de 2013

un metro de tierra firme al mar (cuento)





A través de la agencia Ecologics_us, me apunté a un viaje esta primavera a la isla de la Palma, en busca digámoslo de paso de alguna aventurilla que uno intuye que puede producirse en  este tipo de viajes, donde además de un entorno idílico, sirven de punto de encuentro a gente propensa a lo sensible y a lo espiritual. Aventurilla, pues acabo de concluir una relación  y no pretendo nada serio, solo zanjar una etapa, de modo que  poner tierra por medio y largarme de vacaciones a una isla me pareció una idea bastante acertada. Cerrar una etapa no es tan fácil, aunque quizá a los hombres con esta memoria afectiva tan reponible que tenemos, nos cueste algo menos deshacernos de nuestro ayer.   Me valgo de todo tipo de estrategias vengan de donde vengan, con la única idea de empezar mi vida de nuevo sin mirar demasiado atrás.   Al llegar a la isla, recién bajado del avión, me entretuve echando un vistazo  al facebook en el móvil, y me encontré con  la siguiente publicación, que interpreté como enviada a mi medida definiendo de un modo muy preciso mi estado. La publicación la había puesto mi  ya ex-pareja, y reproduzco aquí el comienzo:  
Siempre es preciso saber cuándo se acaba una etapa de la vida. Si insistes en permanecer en ella más allá del tiempo necesario, pierdes la alegría y el sentido del resto. Cerrando círculos, o cerrando puertas, o cerrando capítulos, como quieras llamarlo. Lo importante es poder cerrarlos, y dejar ir momentos de la vida que se van clausurando.
 ¿Terminó tu trabajo?, ¿Se acabó tu relación?, ¿Ya no vives más en esa casa?, ¿Debes irte de viaje?, ¿La relación se acabó? Puedes pasarte mucho tiempo de tu presente “revolcándote” en los por qué,  y tratar de entender por qué sucedió tal o cual hecho. El desgaste va a ser infinito, porque en la vida, tú, yo, tu amigo, tus hijos, tus hermanos, todos y todas estamos encaminados hacia ir cerrando capítulos, ir dando vuelta a la hoja, a terminar con etapas, o con momentos de la vida y seguir adelante.
Al salir del aeropuerto tomé el autobús que debía conducirme a “El bosque encantado”, sugerente nombre del hotel donde me alojaría los tres días de mi escapada. Me apetecía releer la publicación más tranquilamente y saqué el Ipad de mi equipaje de mano para hacerlo. Definía también  mi estado,  cerrando un capítulo o clausurando un ciclo,  y entonces me di cuenta de que mi ex  estaría en lo mismo tratando de cerrar y clausurar el círculo que yo la supuse.  Esta  comunicación indirecta vía  facebook era algo nuevo para ambos, y me generó una duda ¿debía desagregarla? No lo tenía claro,  sobre todo ahora que gracias al muro sabía por fin en que estaba pensando.
Decidí no darle importancia por el momento, y tomarme con humor la constante imperfección de la vida, que me regala  un lazo de unión inesperado justo cuando tal unión ya está rota. Un poco abstraído en mi mundo y en mi pasado, interrumpo la lectura del texto y caigo en la cuenta de que  estoy ya en la isla, en el autobús que me lleva a “El bosque encantado” y de que tengo sentada al lado una mujer algo misteriosa que me resulta atractiva de la que me gustaría saber algo.  Ya la  había visto por ahí en el avión y al venir  del mismo vuelo no debo de interpretar como casual ni sorprendente el que ambos nos dirijamos al mismo hotel y al mismo grupo turístico.  Me presento y ella también lo hace. Se llama Virginia, está casada pero ha venido sola, debido a que su marido no comparte esta aficción suya de viajar. Me resulta atractiva, pero con problemas. Algo le pasa. Tiene en su rostro una mezcla de alegría y tristeza, mezclada en el tiempo, como una salsa agridulce, muy atractiva a efectos pictóricos, como muy de Picasso…la femme qui  pleure…un poco a lo Dora Maar.
No me ofrece demasiada conversación, así que he abierto  de nuevo el Ipad y continuado con  lo de “cerrando círculos”. Entonces ella, con la familiaridad de compartir el viaje, ha mirado sin disimulo mi pantalla  y me ha dicho. « Lo conozco, es de Coelho…» He pensado que ya tenía un punto de conexión que compartir, pero con cierto desdén me dice que no le convence, que es solo un texto bonito, nada más.  Nos quedamos en silencio viendo el paisaje, sorprendido por la vegetación de la isla, y su base negra como de basalto dándole un fondo muy sugerente a esa mezcla de vida exuberante y negrura soldificada en la que nos apoyamos.   Al cabo de unos minutos de un  silencio compartido me cuenta: «En la vida uno vive  emociones  positivas o negativas, pero es más adelante cuando  interpretas esas vivencias. A veces cierras etapas vividas  pero a veces vuelven queriendo decirte algo,  como un disco antiguo que ha quedado dando vueltas y que tú no puedes hacer nada por impedir que gire. Estas frases que circulan por la red son solo un bálsamo, un paño caliente para el dolor, pero no curan. Curarse es muy complejo. A veces tienes que cerrar un círculo muchos años después, porque te faltaba un dato, o porque de golpe entiendes algo que antes no sabías.»
Estas  palabras me devolvieron al silencio de la mente que procesa información y que no sabe por dónde seguir. Tenía la impresión de conocerla de algo, o de serme familiar, pero esa impresión la percibía como equivocada  porque las personas nuevas a veces nos recuerdan a alguien y   yo no sabría  decir de qué  ni de cuando, así que desistí de seguir por esa vía.  Aquellos silencios, aquellos paisajes contemplados tras el vidrio brillante del autobús,  aquellos  pensamientos intensos flotantes también me generaban un punto de conexión inesperado.  Sigue un poco absorta asimilando este encantador paisaje de un verde envolvente como un aroma y que uno se pregunta cómo ha podido permanecer  intacto y tan bien conservado sin que la avaricia y la sobreexplotación de las cosas lo haya destrozado.  Por dar conversación le hablo de los lugares de visita obligados en la isla que sólo conozco por las webs  de turismo del Cabildo, el  Bosque Encantado, el volcán de Teneguía, el  observatorio astronómico de Roque, el parque natural de Caldera de  Taburiente o de la Cascada de Colores,  empezando a dejarnos seducir también por la belleza sugerente de los nombres de estos lugares, como si en vez de visitantes ella y yo fuésemos a pasar ahora a formar parte de un cuento.
Ya en el hotel nos incorporamos al grupo. Reunión de presentación y cena a las nueve donde  de un modo natural se fue generando una rápida integración que ya la quisieran para sí muchas empresas o centros de trabajo. Al día siguiente en pié temprano para ir a Teneguía, uno de los volcanes de la cordillera  que queda al sur de la isla y  a nuestra disposición  varios todoterrenos  que nos conducirían  hasta un refugio para desde allí comenzar el ascenso a la cordillera. 
No me equivoqué demasiado con el tipo de gente que me encontraría. Hablé un rato con una persona algo mayor, colaborador habitual de una ONG, que había venido al viaje con su actual pareja, una mozambiqueña mucho más joven que él con una piel brillante en cuyos pómulos casi te podías ver reflejado. Conocí también a una noruega, afincada en las cercanías de Barcelona, dedicada al tratamiento de terapias alternativas. Una pareja portuguesa dedicados a los deportes de aventura y ambos entusiastas de la fotografía con unos equipos envidiables. Un organizador de eventos culturales y de viajes, que se conocía medio mundo, muy comunicativo que me trataba como si me conociera de toda la vida.   Tres chicas compañeras de trabajo, que hacían vida propia en el grupo y otros tantos de los que no supe nada aquel día pero que supuse que responderían a cierta conciencia ecológica. 
Había un ambiente grupal cómodo, de buen humor. Entre risas y bromas habituales en este tipo de viajes, llegamos a la cima marcada por el volcán que domina el sur de la isla. De modo natural nos sentamos en las inmediaciones frente a unas piedras formando  un círculo más o menos amplio, al que se sumó en el último momento Virginia completando la  figura. Desde aquella altura  pudimos sentir como un regalo  una energía especial, como un lugar privilegiado y mágico donde la lejanía misteriosa del cielo   y el fuego magmático del  interior de la tierra  parecían estar conectados. En la increíble vista que quedaba bajo nosotros comprendí, que si aquella isla estaba bien conservada no era por casualidad, sino porque sus pobladores se habían ocupado de ello, respetando los tiempos de la naturaleza, renunciando en muchos casos a sus deseos más inmediatos, y ahora varios siglos después de que llegaran sus primeros pobladores, esa isla era un regalo para nosotros y las siguientes generaciones.    
Se hizo la hora de volver y Virginia me pidió que la acompañara hasta el borde del cráter. Nos deshicimos del grupo, y lo hice. Me dio miedo por ella, me resultaba insensato dejarla  sola y a la vez temía acercarme demasiado. Pero su determinación era firme, y traté de ocultar no sé si el sentido común o la cobardía. Ya en el borde, comenzamos un cierto descenso caminando a la vez que descendiendo de un modo helicoidal, que me pareció peligroso. Le incité a parar, dada la absurda peligrosidad en la que me estaba enredando y tuve que acercarme a ella y agarrarla para detener su marcha. Se quitó su pequeña mochila de la espalda, y sacó de ella una vieja agenda de formato grande, con portada pasada de año y de moda. Me explicó  que era una de esas agendas que quedan vacías en la estantería de un año ya desfasado, y que en  ella había estado escribiendo toda la noche, su círculo abierto, aquel incapaz de cerrarse. Ya había hecho todo lo que estaba en sus manos y solo faltaba  darle un adiós definitivo. Mostrándome la agenda medio agarrada contra su vientre me sugirió que la leyese. No supe que hacer, dudé  pero pensé que debía y lo hice. Toda la belleza de la isla se me revolvió en un instante. Las palabras enlazadas, las ideas,  los pensamientos, cualquier frase a mano, iba a sonar no solo absurda sino inconveniente.
De nuevo volvimos al silencio compartido, le devolví la agenda, y ella hizo ademán de lanzarla a la sima que se abría ante nuestros pies, pero se detuvo. Entonces le incité a que no se detuviera, mientras ella no acababa de decidirse.  Le costaba  un mundo deshacerse de esas hojas encuadernadas y ya obsoletas…«¿Por qué te resistes?» le pregunté. « No es nada», me dijo Virginia, «estaba  pensando en si he hecho todo lo que tenía que hacer antes de deshacerme por completo de esto» Y despacio, con un gesto como de niña lanzando una piedra al vacío se deshizo de su agenda triste y bella a la vez, de la femme qui  pleure. Entonces en aquel gesto de niña tirando una piedra al vacío caí en la cuenta de que sí que conocía a Virginia de hacía  muchos años, de niños en un verano perdido ya en el tiempo y la memoria y recordé algo desdibujada la sonrisa  feliz que habitaba en ella.  Al rato un olor a azufre, a humo de ceniza, nos avisó que algo estaba pasando. Decidimos aguantar a medio camino entre el miedo y la fascinación del sonido que quedaba bajo nuestros pies.  Enseguida nos llegaron los primeros fogonazos mezclados de fuego, lava y partículas. Salimos corriendo, pinchándonos con los cardos de un camino áspero, que dañaba con alguna que otra piedra  nuestros tobillos casi sin enterarnos.  La lava avanzaba sin esfuerzo a la par que nosotros incrédulos de lo que estaba ocurriendo.  
Por un momento me sentí culpable. Culpable de que alguien que nada tuviera que ver con esto pudiera verse afectado por la lava. Un humo negro empezaba a cubrirlo todo confundiéndonos el camino de vuelta. Se hacía de noche. Vimos una casa aislada en el paisaje con luces encendidas  y nos acercamos a la puerta. Sin necesidad de llamar nos abrió  un hombre ya mayor  que nos incitó a pasar sin sorprenderse demasiado de nuestra presencia «Pasen, os estaba esperando. Siempre pasa. En breve se apaga» ya dentro de la casa nos tranquilizó con una presencia confiada y sin darle demasiada importancia comentó que eran bastantes las personas que venían al volcán con el mismo propósito que el nuestro.  Nos ofreció ducharnos en el patio de la casa con el agua de un depósito, y nos prestó ropa nueva, limpia y blanca , y desde allí bajamos al pueblo más cercano.
Al acercarnos al pueblo pudimos escuchar la música que llegaba de una fiesta local que se celebraba en la plaza. Nos fuimos acercando, y Virginia quiso quedarse allí. Me sorprendió su facilidad para el baile, y  pude darme cuenta de que algo de su rostro y en su cuerpo habían cambiado. Me pareció una mujer diferente, físicamente distinta de la que había conocido en el autobús, y unas horas antes en la cima. Entonces sí que le hablé de aquel verano de la infancia casi perdido en mi memoria, y ella me dijo que claro que se acordaba. Que lo sabía desde el primer momento en que me vio en el autobús, y que por eso se sentó a mi lado.  Casi al amanecer una pareja se ofreció a llevarnos al hotel en su coche. Aún no era la hora del desayuno, y desde la ventana del comedor del hotel, vimos el mar  descubriéndose a la vez que el día. Entonces ella me pidió que le acabara de leer lo de Coelho mientras esperábamos que todo el grupo bajara a desayunar. Así lo hice, y  ambos nos miramos procurando descifrarnos en los ojos si nos gustaban o no las  palabras que aparecen casi al final del texto. recuerda que nada ni nadie es indispensable”. Enseguida empezaron a aparecer los integrantes del grupo que nos saludaron con naturalidad, felicitándonos por ser los primeros en bajar a desayunar. Virginia y yo nos miramos sonriendo, aún quedaban dos días por delante y muchas cosas hermosas que ver en la isla. Ahora ambos sabíamos, que le habíamos ganado al menos un metro de tierra firme al mar.